Garibaldino Pesce
La batalla del Jarama
Capítulo del libro de Giovanni Pesce Un garibaldino en España
Ha llegado el día, es el 11 de febrero de 1937. Y vamos camino de Arganda hacia el frente. El enemigo ha desencadenado una potente ofensiva con el objetivo de rodear la ciudad. Las tropas fascistas han conseguido matar a los centinelas franceses, de guardia en un pequeño puente sobre el Jarama, el Pintoque. Así la caballería mora ha pasado por la orilla izquierda masacrando a gran parte del Batallón francés. Carros de combate, artillería, armas de todo calibre han cruzado el Jarama.
El enemigo intenta ganar la retaguardia de los defensores del puente de San Martino de la Vega y, a través de los puentes sobre un Jarama en crecida, hacer llegar las decenas de miles de hombres que los fascistas han concentrado en el sector, para después marchar rápidamente sobre Perales de Tajuña, cortando todas las comunicaciones de Madrid con Levante.
Con esta maniobra los mandos enemigos piensan poder destruir a los ejércitos republicanos del sector central. El mando nos hace partícipes de la gravedad de la situación, nos pide tener los nervios templados. Nunca hasta ahora el enemigo ha concentrado tanta artillería, carros de combate, aviación, caballería, tropas, municiones. El objetivo encomendado a la «Garibaldi» es de los más difíciles. Se trata de ocupar y conservar una llanura totalmente dominada por el fuego de los fascistas que ocupan los cerros circundantes, e impedir la bajada de los invasores.
En un día claro, el batallón está ya en línea mientras los fascistas siguen nuestros movimientos. Los de la Segunda Compañía estamos de reserva, pero por poco tiempo; tenemos que tomar posiciones en primera línea para defender la carretera de Valencia. El enemigo intenta romper el frente, aniquilar el ejército del centro, rodear Madrid.
Con el Batallón «Garibaldi» operan en el sector la  11, la 14 y la 15  Brigadas Internacionales. El Batallón Dimitrov de la 15 Brigada es el más internacional de todos los batallones. En el Batallón «Dimitrov» hay combatientes de varias nacionalidades: búlgaros, polacos, rumanos, yugoslavos, franceses, checoslovacos, sudamericanos. También doscientos italianos están destinados en una compañía. Ya han estado fuertemente implicados en el Jarama. Con arrojo han resistido bajo el fuego infernal de la artillería, de la aviación, de los carros de combate y los ataques de la caballería mora. Los combatientes del Dimitrov han permanecido aferrados al terreno durante horas y horas bajo la furia de los proyectiles y los obuses y, al final, han pasado al contraataque y la carretera Valencia-Madrid no ha sido cortada. La capital no está cercada.
El enemigo golpea nuestras posiciones y nos ametralla y bombardea desde el aire. Todo alrededor tiembla bajo el golpe de las explosiones. El enemigo no da tregua: los obuses explotan por todas partes. Entre las explosiones, intentamos excavar trincheras para protegemos de la metralla. Los fascistas se emplean cada vez con más ahínco; concentran el fuego sobre las otras formaciones. La caballería, que viene al asalto, intenta con una maniobra envolvente ganar nuestra retaguardia. Apuntamos las ametralladoras hacia el enemigo. No hay tiempo para calcular la distancia. Se aprieta el gatillo y muchos caballos caen coceando aún al aire. Las ametralladoras están ardiendo ahora que el enemigo, fracasado en su intento, se repliega desordenadamente.
No mantenemos un frente fijo; nos movemos de una posición a otra. A cada movimiento nuestro le sigue una tempestad de fuego: decenas de cañones disparando. Todos están en el punto de mira: el correo que se mueve, el telefonista que corre a arreglar una línea cortada, el enfermero que intenta salvar a los heridos. Jamás hemos visto tanto desperdicio de municiones: todo el terreno sembrado por los disparos de la artillería y los tanques. Los pocos árboles tienen restos de metralla.
Avanzamos por tramos para no ofrecer una diana fácil al enemigo, nos confundimos con el terreno deslizándonos sobre el vientre; intentamos llegar hasta los agujeros abiertos por las explosiones de los abuses, aprovechar los pocos ángulos muertos para tomar nuevas posiciones. Junto a mí un soldado yace en tierra alcanzado por una granada, el rostro irreconocible. A lo lejos el enemigo sigue atacando y nosotros estamos cansados, exhaustos. No podemos avanzar bajo el fuego incesante de la artillería que nos ha localizado desde las colinas. Los proyectiles silban y explotan por todas partes. En el fango, en los charcos, intentamos excavar agujeros con la pala para protegemos.
El comandante de la compañía se acerca, me ordena que vaya a contactar con la comandancia del batallón. Me levanto. Intento correr. Los cañones de pequeño calibre abren fuego. Me tiro a tierra. Me muevo a saltos y cada paso implica decenas de disparos: una verdadera caza al hombre. Huyo seguido por las balas y por fin llego detrás de un grupo de casas semidestruidas fuera de la vista del enemigo. Me siento para tomar aliento, para secarme el sudor, para quitarme el barro que llevo encima y presentarme limpio en la comandancia. Algunos soldados que están sentados esperando el rancho me señalan la comandancia del batallón que está a unos 400 metros. Allí, tras un murete, está Pacciardi levemente herido en la cabeza. También veo a Pietro Nenni. Doy cuenta de nuestra posición. El comandante escribe unas palabras en un papel, me ordena que le diga al comandante de la compañía que avance para quitarse de la vista del enemigo e impedir que los fascistas puedan bajar de las colinas. Me ofrece un vaso de coñac para calentarme y me aprieta fuerte la mano.
Vuelvo corriendo siempre en zig-zag por los campos. Entrego la nota. Ahora los destacamentos tienen que tomar nuevas posiciones. Los fascistas se dan cuenta de nuestros movimientos. Es necesario emplear toda nuestra astucia para engañar al enemigo y evitar caer bajo el fuego furibundo de sus armas.
Hace cinco días que comenzó esta batalla y todavía seguimos en continuo movimiento. Durante el día se enfrenta al enemigo, se resiste, se avanza. Por la noche se excavan trincheras y quien puede descansa en el establo. Se come como se puede: estamos cansados y exhaustos. La ofensiva enemiga para cortar la carretera de Valencia, circundar Madrid, asediar la ciudad heroica ha fracasado. El heroísmo de las Brigadas Internacionales y de las formaciones del Ejército Republicano Español ha trastocado los planes del enemigo. Sin embargo la batalla continúa. La presión del enemigo ha disminuido en parte, pero el fuego de la artillería y los bombardeos de la aviación continúan sin descanso. Estos días, además de combatir, hemos excavado trincheras, fortificado nuestras posiciones. En mi compañía, hasta hace pocas horas, estaba el garibaldino Vittorio Batista, trentino, un hombre taciturno, lleno de valor, prudente. Había trabajado durante muchos años como minero en la emigración. Cada vez que había que excavar una trinchera se presentaba como especialista. Trabajaba toda la noche para hacer una trinchera profunda y, cuando el terreno lo permitía, excavaba un túnel para ponerse a salvo de la metralla. Más de una vez le hemos avisado del peligro de una muerte segura. Batista se vanagloriaba de los años transcurridos en la mina y decía que nunca se había quedado encerrado en una galería. Durante un enésimo bombardeo se refugió en su galería, donde decía estar seguro, cuando un obús al explotar hundió la bóveda. Batista murió ahogado bajo un montón de tierra.
Por la noche tenemos que salir de patrulla. Es necesario localizar las fuerzas del enemigo y capturar algún prisionero. Las líneas del enemigo están al pie de la colina donde hay varios fortines avanzados. Sobre la colina es bien visible una casa roja que intuimos sede de la comandancia de las fuerzas fascistas. A la derecha de la casa roja deben estar concentradas la caballería, los tanques y las tropas enemigas. En los puestos avanzados, el cambio de guardia se debe producir cada dos horas: por tanto es necesario conseguir infiltrarse tras los fortines y coger por sorpresa un prisionero sin hacer saltar la alarma. Hemos estudiado nuestro plan durante el día. La patrulla está formada por seis garibaldinos. Con nosotros está el joven Carlos, hijo de padres españoles emigrados en Francia. Carlos es el más joven del batallón. Tiene 17 años y ha venido voluntario. Afable con todos, lleno de iniciativa, valeroso, franco y sincero. Está orgulloso de haber sido seleccionado para la patrulla. Le digo en voz baja:
– No tienes que estar tan excitado. Hay que tener sangre fría.
– Es cierto, pero es más fuerte que yo, responde avergonzado.
Por la noche salimos de las trincheras. Hace frío y brillan las estrellas. Estamos escondidos tras un seto y Carlos tiembla junto a mí, no consigue dominar los nervios. También él se acostumbrará con el iiempo. El valor también significa saber esconder el propio miedo. Avanzamos cautelosos arrastrándonos entre la yerba, entre los charcos. Ahora, acurrucados en el suelo, nos parece oír ruidos. Pasado un momento intuimos la presencia de personas. Se oye un crujido de ramas, un toser seco, un susurro. Quietos contra el suelo, dirigidas las orejas, escuchamos. El más mínimo movimiento puede estropearlo todo. El susurro se hace más fuerte. Quizá vienen hacia nosotros. Ahora los vemos; son tres; hablan entre ellos; dos se quitan la manta que envuelve sus hombros; la extienden en un agujero; se tumban; el tercero monta guardia andando adelante y atrás. El soldado nos pasa cerca, a dos metros; contenemos la respiración. Cuando pensamos que los otros dos se han dormido, saltamos sobre el centinela. Storai le tapa la boca para impedir que grite. Carlos está exultante.
Cuando volvemos a la base es la 1’30. La misión ha salido bien. El enemigo ha concentrado nuevas fuerzas y armas de todo calibre. El Batallón Dombrowski está sometido a un frenético ataque mientras la artillería republicana intenta dispersar las concentraciones enemigas. El Batallón «Dombrowski» actúa heroicamente, pero no puede continuar resistiendo tal presión por sí solo. La IV Compañía del Batallón «Garibaldi» es enviada como refuerzo. Los carros de combate enemigos disparan sobre nuestros soldados sin un momento de descanso y la caballería mora se lanza al ataque. Los nuestros resisten, reciben a los asaltantes con disparos de armas automáticas.
Llegan cada vez más numerosos los refuerzos enemigos. Durante un momento se produce una cierta desbandada. La II Compañía entra en acción. Caladas la bayonetas, los cascos en la cabeza, avanzamos. El ataque es furibundo. Grupos de soldados polacos y españoles disputan cada palmo del terreno al enemigo favoreciendo la llegada de los refuerzos.
Los camilleros tienen trabajo. Pasan soldados ensangrentados que gimen, se quejan: sufren atrozmente. Nosotros seguimos avanzando para castigar a los defensores de la primera línea. Caminamos a través de los campos y por la carretera bajo el fuego incesante de la artillería y los carros de combate. Algunos soldados aterrorizados, enloquecidos por el miedo, no obedecen orden alguna. Es un espectáculo tremendo. De repente nos lo encontramos delante, a los pies de la colina: centenares y centenares de marroquíes a caballo vienen hacia nosotros lanzados a la carga. Algunos empiezan a huir; es como una ola de pánico que se propaga.
Comprendo que en ese momento se decide la suerte de la batalla. No hay tiempo para pensar, para reagrupar a los soldados, para dar órdenes. Cerbai, Storai, Mosca están amarrados a la ametralladora. Intentan frenar a los marroquíes que bajan al galope a través de los campos. Tomat y yo cogemos la otra ametralladora situada en un hoyo, la arrastramos en medio de la carretera para tener mayor campo de tiro, nos tiramos a tierra y abrimos fuego. Decenas de caballos y de moros caen rodando, la ametralladora está al rojo mientras a nuestro alrededor caen centenares de proyectiles de la artillería y los tanques. No podemos pensar en los disparos enemigos, tensos como estamos por el esfuerzo de parar a los moros, de impedir que avancen, utilizando todo el fuego posible de nuestras armas. Y de repente los moros se paran. Veo la ola de pánico envolver esta vez las filas enemigas que huyen tras la colina. La situación se ha salvado. Nuestra resistencia da nuevas fuerzas a nuestros soldados: aquellos que huían se paran, vuelven a la línea, retornan sus puestos.
Al oscurecer volvemos a nuestras trincheras. Por la noche un grupo de garibaldinos sale de patrulla. Hacia las 12, la alarma de los centinelas y el ruido de los cascos de la caballería. Los moros atacan en la oscuridad. ¿Qué habrá pasado con nuestra patrulla? El ruido se hace cada vez más perceptible. Estamos preparados para abrir fuego. La III Compañía ya está disparando cuando vemos tres caballos. Tras los caballos viene la patrulla. Los hombres gritan que cese el fuego. Tomat relata después: «Nos hemos topado con una patrulla a caballo. Ha habido un pequeño tiroteo. Teníamos ganas de comer un poco de carne fresca y nos hemos traído tres caballos».
El cielo está cubierto, amenaza lluvia. Nos comunican que estamos de reserva. Acampados bajo los olivos, esperamos a entrar en acción. Por la tarde llega la orden de empezar el ataque. Tomamos fácilmente las posiciones mientras se desencadena un violento aguacero. Ataca hasta la reserva del batallón. Pero es una falsa alarma: los fascistas se han retirado. Estamos empapados de arriba abajo y es imposible descansar. A las tres de la mañana la comida: café con leche, galletas, vino caliente.
Es por la mañana, el cielo está claro: por fin ha salido el sol. Por la tarde dan la orden de que nos preparemos: ¡Por fin vamos a descansar! Podremos lavamos, cambiamos, afeitamos. Estamos en Arganda desde hace tres días. Hoy salimos de nuevo hacia El Pardo.