Aaron Lopoff y John Cookson
Dos norteamericanos antifascistas caídos en España
Proponemos aquí la lectura de dos artículos publicados recientemente:
El de Aaron Lopoff es un viejo artículo escrito en 1939 en The Volunteer for Liberty por Alvah Bessie. Su republicación en agosto de 2018 por la misma veterana revista se debe a que este año se rememora el 80 aniversario de la muerte de este voluntario en la sierra de Pandols.
El segundo artículo, publicado en Drugstore por Esther Dávila, glosa la figura de John Cookson, un universitario cuya prematura muerte tronchó una prometedora carrera de Físico.
Aaron Lopoff
Durante los días en que solíamos bromear sobre el retiro de los voluntarios y preguntarnos cuándo vendría el auto por el camino con los cajeros del entonces Comité de No Intervención. Aaron solía decir: “Espero que no lleguen aquí antes de que tengamos otra acción, antes de que nos envíen a casa”. No estaba bromeando; era su deseo no expreso de liderar su compañía, mejor aún, de probarse a sí mismo en el puesto de responsabilidad que se le había encomendado.
Aquellos que estaban cerca de él en esos días podían sentir ese sentido de responsabilidad, también en los días que siguieron al cruce del Ebro, cuando entramos en la acción que le costó la vida. Sabías que él sentía esta responsabilidad y que sería un orgullo para él estar a la altura. No necesitarías haber escrito: “Hablar con cabos y sargentos”. “Coordinar el trabajo de las secciones”: habría encontrado estas palabras bajo el encabezado “Personal”; “¿Qué hay de mí?¿Cómo puedo mejorar mi propio trabajo?”
Él no habría estado de acuerdo en que su trabajo no podría haber sido mejorado; nunca habría admitido que el mando [de la brigada] Lincoln lo consideraba uno de sus líderes más experimentados y responsables; él te habría dado una mirada avergonzada y lo más probable es que se hubiera ido. Por su modestia, como comandante de una compañía, fue tan genuino como la necesidad que sintió para demostrar su valía en las acciones. “Cuando tienes que preocuparte por muchos otros”, solía decir, “no puedes tener miedo por ti mismo”. Y estaba preocupado por esos otros. Estaba preocupado en gran medida por ellos, lo que da una idea de lo que entendía por ser un antifascista. Quería ahorrar a sus camaradas cualquier eventualidad con tal de protegerles. Y no se escatimó; se entregó del todo.
En la colina 481 llevó a sus hombres al ataque; en la cota 666 estuvo en las trincheras con ellos, agarrando un rifle con ansia infantil y diciendo: “No he tenido la oportunidad de disparar un rifle en mucho tiempo”. Esa noche dirigió el ataque de su compañía y cayó frente a las alambradas enemigas. Mientras llevaban a cabo el ataque, dijo: “¿Tomaron la colina? ¿Está bien la compañía?” Le dijimos que habíamos tomado la colina y que la compañía lo estaba haciendo bien, a lo que él dijo: “Muy bien”.
Su historia es limpia y consistente. Se fue de casa cuando todavía era adolescente y viajó por todo Estados Unidos. Solía describir esos días con entusiasmo, diciendo: “Fueron los días más felices de mi vida”. Se abrió camino en la universidad y, durante un tiempo, jugó con la idea de ser un ingeniero aeronáutico. “Pero me aburría”, decía. Se ganó la vida escribiendo historias de ficción para algunas revistas.
En España se unió a la Brigada Lincoln en Fuentes de Ebro y desde ese momento estuvo en todas las acciones hasta su muerte. En Batea, en los oscuros días de abril, fue ayudante de John Blackie Mahpralian… Días después, mientras el Batallón Lincoln se estaba reuniendo (el Capitán Wolf estaba aún en paradero desconocido), fue Comandante temporal del Batallón. En mayo, cuando se integraron los nuevos reclutas españoles, fue puesto al mando de la 2ª Compañía. En la Sierra de Pandols encontró su muerte.
La muerte de un hombre merece pocos comentarios cuando miles de hombres, mujeres y niños mueren diariamente en circunstancias que ni siquiera les permiten la oportunidad de luchar por sus vidas, como Aaron luchó por ella. Y, en cierto sentido, su muerte fue parte de sus muertes, como su vida fue parte de las suyas. Pero si fuera posible que un hombre sobreviviera a su muerte y escuchara a otros hablar de él, sabríamos lo que Aaron habría dicho si nos hubiera escuchado decir:”¡Qué lástima que se haya ido Lopoff”. Entonces habría dicho: “¿Quieres que mi hombro llore?” Porque era parte de su emoción juvenil bajo una máscara de indiferencia. Pero rara vez mantenía esa máscara, y en pocos momentos la dejaría caer…
La tumba del brigadista que el franquismo no pudo encontrar
John Cookson murió con 25 años lejos de su Wisconsin natal, cerca de la desembocadura del río Ebro. Fue en septiembre de 1938, tan solo diez días antes de que Juan Negrín, el presidente de la República, anunciase en la sede de la Sociedad de Naciones que el gobierno español había decidido retirar del campo de batalla a las Brigadas Internacionales.
De esta manera, John Cookson fue uno de los últimos brigadistas que perdieron la vida en España, también uno de los últimos voluntarios norteamericanos caídos en combate. Su figura ha trascendido después de tantos años no solo por el hecho trágico de su muerte en los estertores de la guerra para los internacionales, sino por varios factores más: por su personalidad singular, por la conservación de una conmovedora correspondencia postal con su padre mientras estaba en el frente, por el relato de su amistad con Clarence Kailin —otro veterano de la guerra en España— legado por éste, y por la fantástica historia de su tumba convertida en símbolo secreto durante el franquismo.
Cookson era un elemento singular, un buen chico de Wisconsin con una inteligencia superdotada. Cuenta Clarence Kailin que, cuando le conoció en el instituto, ya destacaba por su atropellada verborrea, “como si sus pensamientos estuvieran discurriendo de un modo mucho más veloz que su habilidad para articularlos”. Era un muchacho absolutamente hiperactivo, capaz de dominar la técnica de un truco de cartas y de memorizar el Tomo I de El Capital en apenas unos días. En la universidad se especializó en física y matemáticas, y destacó con la habitual naturalidad que venía haciéndolo anteriormente, en los estudios y en otras facetas de la vida. De entre los centenares de anécdotas que John Cookson generó a lo largo de su juventud, una de ellas muestra de manera muy gráfica hasta qué punto se trataba de una mente privilegiada: aún estudiante, descubrió un error en una de las ecuaciones de Albert Einstein, a quien escribió explicándole su hallazgo, y el propio Einstein contestó a su carta reconociendo el fallo y agradeciéndole la corrección.
Este aplicado chico del medio oeste norteamericano no bebía ni decía un taco, le definía un carácter afable, en nada problemático. Sin embargo, hizo amigos de los llamados “radicales” —como se conoce a los militantes de izquierdas en Estados Unidos— y un día, además, se encontró en la biblioteca con un libro sobre ciencia de un autor que no era un científico, y todas sus certezas y su forma de entender el mundo se vieron profundamente trastocados, se trataba de Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin. John terminó por ingresar en el Partido Comunista. Su viaje como voluntario a España fue uno de tantos otros entre lo más consciente de la militancia comunista de los Estados Unidos de los años 30.
En la España en guerra recaló este hombre brillante y de particular carisma. Poco sabríamos de él, a pesar de su singularidad, si no fuera por un mundano y maravilloso hecho humano, el relato de su mejor amigo, Clarence Kailin, y la conservación de un buen número de las cartas que John escribió durante su estancia en el frente. Estas dos historias en un una constituyen uno de los más hermosos relatos de humanidad entre los muchos que se dieron entonces.
Clarence había conocido a John en el instituto, en 1930; siete años después, un frío 20 de enero de 1937 los dos amigos dejaron su tierra natal con destino Nueva York, desde donde partirían juntos hacia Francia, para cruzar a pie los Pirineos y alcanzar España, el escenario donde tenía lugar la primera batalla mundial contra el fascismo. Llegaron a tierra española el 2 de febrero, Kailin fue pronto enviado al frente del Jarama, y Cookson, por sus conocimientos, fue incorporado al Cuerpo de Transmisiones. Los amigos se separaron.
Solo se verían dos veces más a lo largo de la guerra; la primera vez a los cuatro meses de haber llegado, en el campamento general de Albacete; la segunda, apenas de pasada, en el verano del 38: a Clarence le habían herido en el frente del Ebro y, desde el camión en que era trasladado junto a otros heridos, vio a su amigo John a lo lejos marchando con otros hombres hacia el frente. Clarence gritó a John, que alcanzó a verlo y le saludó agitando el brazo. Jamás volverían a verse, pero eso no lo sabía Kailin entonces, casi no podría haberlo concebido. Lo hizo unas semanas después, en un hospital de Barcelona, cuando otro compañero del batallón Abraham Lincoln le comunicó la noticia de la muerte de John. “Pensé que mi mundo había llegado a su final…”, escribió Clarence en 1992, recordando, más de medio siglo después, aquel momento.
La amistad con John marcó la vida de Clarence Kailin, que hizo del recuerdo de su amigo una causa personal. Recopiló toda la información, testimonios, cartas, que quedaban sobre John, y edificó un libro en su memoria que narra la historia de un hombre que fue mucho más allá de él. Las cartas personales de John Cookson, la mayoría dirigidas a su padre, forman el grueso fundamental del libro de Clarence Kailin. En tales escritos se refleja la capacidad intelectual y sobre todo la conciencia social desarrollada por un hombre extraordinario, un hombre que era aún un chico en muchos aspectos, un joven que mantiene con su padre la relación del aprendiz, del lazarillo que requiere de su guía, aunque sepa que es él quien mejor conoce el dibujo del camino por recorrer, y quien está enseñando mientras aprende.
Las cartas entre el padre y el hijo son conmovedoras. Lo son para el lector, y lo fueron para sus autores. A menudo, el tema de sus conversaciones versa sobre las dudas del padre acerca de la misión de su hijo, y los argumentos del hijo para hacer entender al padre el sentido de su proceder. El 20 de agosto de 1938, el señor Cookson padre llevó a la oficina postal de Green Bay, Wisconsin, una nueva carta para su hijo en España. Fue la última que leyó John apenas un día o dos antes de su muerte; quienes fueron testigos del momento de su lectura, contaron que a John se le vio ostensiblemente emocionado y orgulloso de las palabras que le enviaba su padre: “Mantente haciendo tu buen trabajo. Podría ser en vano, pero no hay vuelta de hoja, si yo tuviera tu edad, también estaría contigo. […] Tiene más razón un hombre en morir joven, habiendo muerto por una causa, que en vivir una vida entera sin ninguna”.
La tumba de John Cookson, en Marsá
John Cookson moriría joven por una causa. Fue de los últimos brigadistas en caer en suelo español. Un pedazo de metralla despedido tras la explosión de un obús impactó en su pecho y murió al instante. En el frente del Ebro. Su cuerpo fue trasladado al hospital de campaña más cercano, en un pueblecito de Tarragona llamado Marsá —Marçà, en catalán—, donde ha estado desde entonces, constituyendo un capítulo póstumo de su historia.
Los compañeros de John enterraron su cuerpo a las afueras del pueblo de Marsá y señalizaron su tumba con una sencilla lápida de piedra donde tallaron su nombre, la fecha y el lugar de su muerte, Ebro, y el Cuerpo de Transmisores al que pertenecía, todo bajo la estrella de tres puntas de las Brigadas Internacionales. Lo sorprendente, con los años, hasta la actualidad, es que la tumba de John sobrevivió a la dictadura. Todos los símbolos de la resistencia republicana fueron destruidos, sin embargo, la humilde lápida de John a las afueras de Marsá fue protegida secretamente por los vecinos del pueblo.
Siempre se escuchó hablar de ella, pero las autoridades franquistas se toparon una vez y otra con la red protectora que tejió el pueblo de Marsá para preservar la piedra conmemorativa. Se convirtió en un símbolo, una leyenda y hasta en un secretísimo lugar de peregrinación, sobre todo para las jóvenes generaciones antifranquistas. Era una vez más el pueblo el que había vencido la batalla al olvido como última fase del terror triunfante. Resistir era vencer. La lápida de John Cookson fue, posiblemente, la única que aguantó erigida durante todos los años de la dictadura, y se convirtió, de esta manera, en símbolo de todos los caídos, especialmente de los internacionales, que lucharon contra el fascismo en España.