Hace 84 años. La XIV BI en Lopera

El siguiente texto es un capítulo del libro La Quatorzième, escrito por Theodor Balk (Fodor Dragutin), un médico yugoslavo que trabajó en la XIV BI y se convirtió en el cronista oficial de la misma.
En recuerdo del brigadista Virgilio Fernández, que cumpliría 102 años el 26 de diciembre, pero murió hace un año sin poder celebrarlo. Y en recuerdo de todos sus compañeros internacionales que cayeron en esta y otras batallas defendiendo la libertad de los pueblos.

El 23 de diciembre embarcan el Albacete el 10º y el 13º batallones de la XIV BI. Por la tarde de ese mismo día, a la misma hora en que el 9º batallón [conocido como el Sans Nom, Sin Nombre] entra de lleno en su Odisea, el 11º batallón se amontona en los vagones del tren.
Los que han llegado en los últimos días recuperan el tiempo perdido como pueden. Se pasan los fusiles de unos a otro. Aprenden a apuntar. Se acercan a las puertas y, de pronto, suena un disparo. ¡Un disparo! Los nervios están tensos; no se sabe a dónde conduce el viaje ni dónde está el enemigo. Un rumor recorre los vagones: ¡Los fascistas! En fin, lentamente se hace de día. Y la gente empieza a reír.
Se rellenan las cintas de las ametralladoras; más de uno se pilla los dedos. Muchos piensan en el primer choque con el enemigo. Para los jóvenes son imágenes cromáticas; para los viejos son imágenes más realistas.
Se aplanan los sobres y se extraen las fotos de la mujer, de los niños, de los amigos… Curioso, no han pasado más de tres semanas desde aquella imagen: sombreros cómicos de paja, corbatas de domingo…
– Ella no sabía, no me habría dejado partir. Me he ido directamente del trabajo al tren, dice uno. Y su mirada se desliza tiernamente hacia el rostro de una mujer un poco envejecida antes de tiempo.
La mujer del otro cedió cuando Martha Desrumeaux le habló después de un mitin. Ya tenían un alojamiento para las mujeres y los hijos de los combatientes españoles.
– Mira, le dice a su mujer, ellos tienen hijos y, a pesar de todo, también han partido a España. Deja que me vaya.
Y ella aceptó.
Hubo también mujeres que envidiaron a sus maridos y maldijeron ser mujer.
– Cuando me enteré de que yo podía partir fui a ver a mi madre, que trabaja en el Ayuntamiento. Tiene cincuenta años. No derramó ni una lágrima. Tiene mucho coraje.
Mujeres, niños, vecinos, amigos, talleres… qué lejos está todo, es como si hubiera pasado ya un año. ¿Qué pueden estar haciendo en este momento en casa?
En un compartimento hay sentado cuarenta hombres, la tercera sección de la 1ª compañía del 13º batallón. Por encima de sus cabezas, de la red de los equipajes, pende un banderín rojo. ¿Qué van a hacer con este banderín cuando termine a guerra? Lo partirán en cuarenta pedazos. ¿Cuarenta pedazos? Pronto ya no serán cuarenta.
¿A dónde vamos? ¿A qué lugar de guerra? ¿A Madrid? Se diría que sí, los nombres de las estaciones parecen indicarlo. Después de Manzanares el tren bifurca hacia el sur. ¡Hacia el sur!

Andújar. Es la misma Andújar a la que ha llegado el 9º batallón tres días antes. La población está entusiasmada, las mujeres lloran de alegría porque en el último momento, casi en el último minuto, ha llegado la ayuda. Son los Internacionales, los que han salvado Madrid, los que marchan por sus calles con cascos de acero.
Una larga avenida bajo los árboles. Se hace un alto ante un gran edificio, un convento, sin duda. El convento está lleno de refugiados, pero todo el mundo se apresura a ayudar a los salvadores. Se las arreglan para que quepan todos, secciones y familias, soldados y niños. Hay sitio para todo el mundo.
Los recuerdos llegan a muchos. Estos niños son semejantes a los de San Quintín, Arras o Lille, cuando hace más de veinte años huían con sus paquetes de los alemanes. Los Internacionales han venido aquí con un gran propósito: derrotar el Fascismo mundial… Han venido para que no se repita la suerte de Badajoz. Es aquí precisamente donde el pueblo mártir ha adquirido su rostro real, donde se ha recreado el sufrimiento de estos hombres, estos niños, de estos viejos y estas mujeres, sin abrigo, sin nada en el mundo. Y aquí ha crecido el odio en el corazón de los Internacionales. ¡En guardia, crápulas! Mañana nuestros puños desnudos serán manos armadas.

Alerta en la noche. Son las 3 de la madrugada. Delante de la entrada esperan los autobuses, grandes y confortables. Viaje a través de la noche. Al amanecer se desciende de los autobuses. El 13º batallón se desliza hacia un olivar situado a la derecha de la carretera. Una patrulla percibe siluetas blancas. En su imaginación creen ver mantos flotantes, turbantes… Hay que esconderse, disparar. Falsa alarma…
Levanta el día y se avanza sobre el campo calvo que asciende suavemente. Al coronar la altura se adivina, bajo una niebla ligera, la inmensa llanura del Guadalquivir. Campos y río. Una pequeña estación y una vía muerta, abandonada. Hay que enterrarse, cavar y usar la pala; se puede ver la caballería enemiga que ha surgido por detrás de una granja. Ahora viene por el llano. Las ametralladoras entran en acción. Un jinete se destaca del grupo y galopa derecho hacia el campo de tiro. Cesa el fuego. ¿Qué está pasando? Es nuestra propia caballería. Todavía estamos lejos del enemigo. Allí abajo, sobre la carretera, largas filas de carros y asnos llevan a los niños camino de Andújar. Son los fugitivos.

Es de noche. La noche del 24 de diciembre. El 13º batallón espera largo tiempo su comida caliente. El 9º ha comenzado su Pasión, ya no espera el avituallamiento, ni el caliente ni el frío. El 10º sigue en Andújar, en el convento, acostado sobre el suelo, con las ropas puestas, batallando con sus sueños. El 12º embarca en Albacete. Los árboles de Cristo se cimbrean por el mundo.
Al día siguiente llegan los aviones enemigos, las bombas y la metralla. Luego todo vuelve a la calma.
Por la carretera pasan nuevos rostros. Hombres destrozados, lacónicos y muertos de fatiga que llevan el mismo uniforme que ellos. Son los voluntarios del 9º batallón.
¿Dónde está el enemigo? Las informaciones son contradictorias, como se deduce de las instrucciones del comandante del sector que ha recibido el general Walter a mediodía:
Posición del enemigo. En la jornada de ayer el enemigo ha ocupado Villa del Río, situado sobre la carretera de Madrid a Cádiz. Parece que efectúa un movimiento envolvente hacia Montoro para tomar este pueblo del revés. A pesar de las noticias contradictorias, parece que tiene la intención de avanzar sobre Andújar.

Ya conocemos algo más: el enemigo ha tomado Montoro. Sobre las intenciones del Mando, el segundo punto de las instrucciones dice lo siguiente:
Hay que cubrir la línea Lopera–Marmolejo, para cortar así al adversario, y operar sobre el eje de la carretera Madrid–Cádiz

La orden se ejecuta inmediatamente. Hay que buscar el contacto con las posiciones enemigas.
El comandante Putz envía dos patrullas de caballería. Es mediodía. La primera se compone de trece hombres y su objetivo es Villa del Río. A dos kilómetros del pueblo recibe fuego del enemigo situado a escasos metros. Hay que saltar echarse a tierra, hombres y caballos. Las balas de dos ametralladoras silban por encima de las cabezas. Los jinetes disparan sus mosquetones. Parece que se ha estado tirando durante dos horas y la cosa no dura más de veinte minutos. Se agotan las municiones. De vez en cuando se vuelve la vista atrás. Gesto inútil: los batallones están a quince kilómetros. No hay que esperar ayuda. Las municiones escasean. ¿Van a dejar su piel el primer día? Parece amargo. Los trece se retiran con un solo herido. Una auto–ametralladora les ha salvado.
La segunda patrulla entra a caballo en Lopera. Las casas están vacías, el pueblo está abandonado. Por la noche, hacia las dos, hay un fuerte tiroteo por el flanco izquierdo. Un grupo de Regulares intenta avanzar por la carretera hacia Andújar. Pronto abandona el intento.
La jornada siguiente es tranquila. Por la tarde el general Walter convoca a Putz, comandante del 13º, y a Guimpel, jefe de la compañía de ametralladoras de este batallón.
– Vamos a inspeccionar el terreno de operaciones.
Walter es apenas conocido en la Brigada. Se le ha visto solo el día de la partida. Es polaco. Tiene la prestancia y el acento militar. Y un rostro al que la vida le ha causado profundas arrugas.
En el coche se montan también Morandi, el jefe de Estado Mayor, y un coronel español. Un polaco, un francés, un luxemburgués, un italiano y un español.
Kilómetro 310, 320, 330… Se bajan en el km 339. A la izquierda un camino cruza entre dos masas oscuras, un camino que los voluntarios de la Catorce van a conocer bien pronto.
¿Estamos en tierra de nadie, o en tierra enemiga?
Marchan un largo tiempo. Se detienen en un cruce de caminos. Se dibuja la silueta muy nítida de una chimenea de fábrica sobre un cielo que no ha sacudido todavía la oscura pesadez de la tierra. Ante ellos se extiende una masa negra, una loma cuyo nombre no aparece en el mapa. Mañana, pasado mañana saldrá de ese anonimato por la sangre derramada y recibirá el nombre de la “loma de Ralph Fox”.
La colina de pronto escupe golpes de fuego y las balas silban. Guimpel agacha la cabeza. Walter sonríe: “No hay que tener miedo; cuando las oyes silbar, sabes que ya no son para ti”. Vuelven sobre sus pasos y de nuevo el silencio abraza la tierra.

La Catorce está presta. Tres batallones, una batería. El cuarto batallón, lo que queda del 9º, está en la reserva. Es la noche del 27 de diciembre.
Los camiones, con los batallones 10º y 12º, llegan a sus posiciones. Se detienen en el mismo lugar en que, la noche anterior, se ha detenido el coche del General. Y allí descargan a los soldados, que echan a andar.
Charles Schmidt lleva dos cajas de municiones además de su equipamiento. Es una carga pesada. El camino es interminable. Aparece un avión que pica sobre ellos ametrallando, Charles hace poner con presteza las ametralladoras en batería. Una granizada se abate sobre la carretera, pero son granizos duros, de plomo. El avión desaparece.
Reemprenden el camino y, aquí está Charles de nuevo. ¡Fuego! “No dispares, idiota. Vas a delatarnos”.
Adelante, a través de los olivos. Y siempre ese silbido por encima de sus cabezas. ¿Dónde se han quedado los otros? Charles sigue avanzando, por delante de su grupo. De pronto, un tipo alto va a su encuentro, revólver en mano. Es el comandante del batallón, Delasale (sic).
– Vamos, en línea. ¡Qué coño haces por aquí?
Delasale agita amenazante el revólver sobre la nariz de Charles.
– No puedes hablarme así. Me he perdido del batallón. Eso es todo.
– ¡Por ahí! En esa dirección. Llegas a un camino, lo atraviesas, sigues veinte metros más y te pones en posición.
Delasale ha seguido a Schmidt.
– ¡Tira! dice Delasale, pero no demasiado.
Charles no ve nada ante él y dispara sin visibilidad. Voz de Delasale:
– ¡Dispara, por dios!
Schmidt vacía media cinta en la dirección indicada. Voz de Delasale, aullando:
– Eres un bicho raro, ¿no? Deja de disparar tanto.
Delasale
– ¿Son estas nuestras ametralladoras?
– Sí, son las nuestras, responde Tonneau.
– Vais a ocupar esa loma con las dos ametralladoras para proteger el ataque de los ingleses.

Son las 7 de la mañana. Mientras instala su pieza, Tonneau ve de pronto a los marroquíes con sus mantos negros corriendo derecho hacia él. Ya no podrá borrar esa imagen en su vida. Sus gestos se hacen torpes; tiene miedo, mucho miedo. Pero la pieza funciona, dispara– Alza 1200. Un moro cae. Bien, muy bien.
Sarkazi se acerca, es el comandante de la compañía:
– Tu pieza está mal colocada. En lugar de tirar sobre sus posiciones disparas a la carretera.
Entonces Tonneau desmonta su pieza y corre de un olivo a otro con la plancha de protección bajo el brazo. Algo le silba entre las piernas. La tierra salta al aire. Un obús!… Zozobran sus sentidos, rotos en pedazos. Mil Tonneaux, más Tonneaux aún. Y cada vez que piensa en ello revive de nuevo su muerte. Piensa en ello a menudo.

Ciry, un joven artillero, recuerda aquella mañana:
Salimos a una hora temprana. Los fascistas han reculado. ¡Hurra! Esto comienza bien; todo el mundo está contento. El comandante Agard ha dicho: “Las piezas se desplazan una por una, cada media hora. Es por precaución con la aviación”.
La primera pieza ya ha partido. La nuestra espera junto a la carretera. De pronto el aire retumba con un zumbido pesado, poco audible al principio. Después, el ruido atronador cuando pasa por encima de nuestras cabezas nos sobresalta. A una altura baja, y picando derecho sobre nosotros, tres aviones se lanzan al combate. Por un instante nos quedamos inertes. Luego se ponen a describir geometrías misteriosas sobre nuestras cabezas. Sus alas blancas reflejan el sol. En un instante todo el mundo trata de esconderse, de hacerse pequeño y retener la respiración para no señalarse. La siniestra música de los motores, alejándose y volviendo, nos da vueltas en la cabeza.
Una caída ronca. Una corriente de aire, cortante como la cuchilla de afeitar que pasa por la cara. Un estallido brutal. Luego otro, y otro y otro. Caen por todos los lados. Yo me he medio levantado, justo para usar mis piernas. Y me he salvado, con mi cabeza vacía y mis oídos sordos. Ya no pienso. Solo funcionan mis pies. Entreveo confusamente un túnel, con mucha gente inmóvil, amontonada.
Al final se aleja el ruido de los motores, sin volver de nuevo. Aunque están lejos aún me zumban los oídos. Uno a uno, con los gestos rotos, salimos del túnel. Castaing está en la carretera. Como si tal cosa. Al ver a nuestro teniente dando órdenes, siento un poco de vergüenza de seguir en el túnel.
–Vamos, los de dentro. Muchachos, hay prisa.
Todo el mundo ha saltado a los camiones y el convoy parte, lento y pesado. Se fuma mucho y se habla poco. Miramos el cielo. El campo de olivos sigue siendo el mismo. No parece que el bombardeo le haya hecho perder su serenidad verde. Hay un camino a la izquierda lleno de surcos y guijarros.
Un silbido característico. Instintivamente metemos la cabeza en los hombros. Alguien gruñe: “Dejadnos en paz, ya veis que esto no es para vuestras finas bocas…”
Efectivamente. Los obuses enemigos pasan muy alto en un blando cielo azul y van a estallar muy lejos, detrás de nosotros. Unos centenares de metros más y luego, alto. Nuestro comandante está en medio del camino: “Paren, es aquí. Hala, bajad deprisa.”

Nada se puede adivinar del rostro de Agard. Ni rastro de las bombas de aviación ni de los nervios de esta primera mañana de combate. Es un comandante tranquilo y poco locuaz. Tras él están los Vosgos, Douamont, Vaux, Froide–Terre, Salonique, Itaque, la Piave y el Montegrappe. Después, tras estos combates, ha vuelto tranquilamente a su oficio de ingeniero en los Alpes Marítimos. Nunca le gusta hablar de la guerra ni fanfarronear, como hacen otros. Nunca se ha preocupado mucho por el mundo. Es socialista desde hace tiempo pero no le gusta mostrar sus convicciones más que sus conocimientos matemáticos.
Todo eso ocurría hasta el momento en que los generales españoles comenzaron a disparar sus cañones. Es entonces cuando se ha acordado de los Vosgos, de Verdún y del Piave. Quizá, se dice así mismo, todo este sin–sentido tenga un sentido. Y ha ido a presentarse al cónsul español en Niza.

La sección de Oussidum sigue a la segunda compañía. En el camino ha perdido al segundo grupo y entra en fuego con lo que le queda. Oussidum tiene los ojos de un viejo soldado. En ese momento parece estar un poco enfermo. Los ingleses han tomado posiciones delante de él, pero enfrente hay una loma, no tan alta como la suya, pero alargada y contorneando sus líneas. Desde esta loma les pueden disparar por la espalda.
Durante dos horas Schmidt ha permanecido con su ametralladora; ahora recibe la orden de situarla más adelante, apoyando al flanco derecho. Su grupo alcanza la nueva posición a paso gimnástico. Las balas bullen con una música etérea, inocente, hasta el momento en que advierten sus consecuencias. Entonces se convierten en un sonido temible.
– Instala la pieza aquí, dice Schmidt a su cargador.
No hay respuesta. Nadie se mueve detrás de él. Es el primer muerto que contempla Schmidt. Es extraño este silencio, piensa. Hace un ratito que él aún hablaba.
Una a una, indecisas, han cantado algunas balas en las ramas altas. Luego, ráfagas enteras pasan por encima de nuestras cabezas. Las ambulancias han venido a estacionarse en la entrada del camino. Los camilleros empiezan a pasar. Y los hombres van tropezando por grupos de dos o tres. Se disponen las camillas en el camino. Miramos con rabia en el corazón toda esta desgracia que viene de las líneas, Algunos no dicen nada. Otros gritan su cólera: “¡Camaradas, vosotros nos vengaréis!” Hay quienes vienen solos y sorprendidos. Pocas camillas, pocos camilleros. Las líneas están lejos, bien lejos.

– ¡A vuestros puestos! ¡Deprisa, deprisa! Grita Castaing.
– ¡A vuestros puestos! Repiten los jefes de las piezas.
El tiro ha comenzado, a ráfagas. Los hombres corren y se afanan en sus piezas, grises de sudor y polvo.
– ¡La Iglesia! Grito a mi apuntador por encima del ruido que hay a nuestro alrededor.
– ¡La Iglesia, más aprisa! ¡Eh! ¿Qué maquinas tú? Awis, el cargador, un chaval parisino de 23 años, se desmelena como como un bello diablo. Es infatigable. Sin dejar de cargar su pieza no para de burlarse: “Uno más para los Señores Fascistas. Tragad. Todo está cocido”.
Su alegría nos contagia poco a poco. Estoy muy enojado, como la Iglesia.
Por allí la batalla mantiene su cólera. La batería dispara en una bruma de polvo. Sobre el camino los heridos se dejan caer entre suspiros.

Jansen, un inglés, señala en su Diario: “Domingo 27, 10 horas. Marcha hacia el Oeste. Veo el primer avión. Partida en camiones sobre la carretera en dirección a Lopera. Segal y Newson han caído. Atacamos Lopera desde las 4 hasta las 11. Nos acercamos 300 yardas del pueblo. A las 11 nos replegamos a la cota 320”.
“De 4 a 11, ataque a Lopera”. Una frase corta, lapidaria, que abarca 7 horas; pero nada que hable de la audacia de este joven trabajador y estudiante inglés, nada que hable de aquellos que, entre las 4 y las 11, han colapsado, comenzando por la cabeza, y que no han podido ser relevados.
Nathan manda la compañía inglesa. Es alto, de nariz aguileña, con un silbato entre los labios y una barra metálica en su mano. A los dieciséis años entró en el ejército contra la voluntad de su padre, pequeño comerciante judío de Londres. Luego se batió en medio mundo por el Reino Unido durante muchos años. En Arras y en el Somme, en Waziristan y en otras regiones salvajes, en la profundidad de las Indias. Dejó el ejército y se fue a Canadá como representante de una casa comercial. Ahí es donde comenzó a entender los métodos del gran capital y donde se puso a meditar sobre la organización del mundo. De vuelta a Londres comenzó a frecuentar los mítines y, de soldado fiel a su rey, se convirtió en socialista. “En Inglaterra, dijo un día, el Fascismo es cada día más malvado. Puede ser liquidado en España. Esto vale para Inglaterra. Liquidémoslo allí abajo, para comenzar. ¡En ruta, hacia España!”
No ha sido fácil para este viejo soldado montar el ataque con estos jóvenes que no tienen la menor idea de la guerra. Y aún más, sobre una loma desnuda, en terreno descubierto, donde es imposible estar de pie o, aún peor, levantar la cabeza. Al principio de la guerra se vieron con frecuencia a republicanos que se mantenía en pie, sin buscar protección. No tenían experiencia militar. Solo tenían Heroísmo de Barricada: contra el enemigo, a pecho descubierto.
Nathan, el viejo soldado bien curtido, se olvida también de bajarse, a pesar de su altura, ante las balas enemigas. Recorre la cota 320 con su impermeable flotante, su silbato en la boca y su barra bajo el brazo. En su caso no se trata de un cromo de los revolucionarios de 1848; es la psicología guerrera y quizá, también, un encarnación del fair play típicamente británico.
Psicología guerrera: sus muchachos son muy valientes. Han subido al asalto, a la cabeza de la brigada. Han corrido hasta las primeras casas de Lopera. Pero se han visto forzados a recular y tomar posición en la cota 320. Tras varias horas una granizada de hierro se abate sobre ellos. Para el ataque lo que cuenta es la bravura; aquí, lo que hace falta son nervios templados. Y Nathan se pasea así a lo largo de la loma desnuda, con la cabeza alta, su silbato en los labios y su gruesa barra bajo el brazo; esto les tranquiliza y devuelve la calma interior que necesitan.

Esta loma calva es como un cráneo. Un solo árbol subraya esa calvicie. Ese día no puede señalarse más que la presencia extraña de dos hombres, de pie y gesticulando como insensatos. Uno de ellos hace señales con la mano y el otro se acerca y se aleja del árbol en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Tal gesticulación puede parecer una insensatez o aún peor, teniendo en cuenta que no se trata de una exhibición en un terreno de juego, sino en un lugar barrido por proyectiles de todos los calibres. Se trata de dos soldados del 12º batallón que acaban de venir del puesto de mando de Agard, el comandante de artillería:
– Disparáis mal, le han dicho; los obuses no explotan en las posiciones enemigas.
Ese día Agard no disponía ni de teléfono ni de observador. ¿Qué hacer?
Los dos soldados aplicaron una idea: vuelven a la loma; uno se coloca en lo alto para, desde allí, controlar la caída de los proyectiles; el otro se queda junto al árbol. Si el obús cae demasiado corto el primero indica al segundo el punto de caída observado y este último, visible por Agard corre a colocarse unos metros delante del árbol. ¿Qué ha pasado con estos bravos e inteligentes muchachos? Agard nunca lo ha sabido.

En la batería circula un ruido de boca en boca. Amet ha muerto por una bala en la cabeza. Bouquillon, un chicarrón del norte, ha cerrado la culata con un gesto de rabia mientras nos gritaba: “Camaradas, era un gran tipo. ¡Le vengaremos!” Me vuelvo un instante. Blond nuestro comisario, tranquilo y seguro de sí mismo, va de pieza en pieza animando a los camaradas, dándoles consejos, bromeando. Se diría que el comisario vigila las máquinas en un taller parisino.
¡Acaba de llamarme Ciry! ¿Dónde pues está el Temerario?
– Sí, ¿dónde está el Temerario?
Me detengo en mis recuerdos. El día comienza a declinar. La batalla ha estado al rojo vivo todo el día. Desde el túnel no había vuelto a ver al Temerario. Eso le digo a Blond.
Castaing se acerca a nosotros: “¡Alto o disparo”! El alto o disparo se repite como un eco. Son las siete de la tarde. La noche ha caído de golpe, densa, negra. Comemos a tientas la comida que acaba de llegar.
– Temerario, ¿de dónde vienes?, pregunta Bouquillon, que acaba de verlo.
– Te has escondido ¿eh? Por dios. Te has escondido… mientras que a Amet le rompían la cara, añade ahora más bajo, como hablando para sí mismo.
El Temerario baja la cabeza. Siente cómo, tras el silencio que han seguido a las palabras de Bouquillon, las miradas de sus camaradas se han fijado en él y le han juzgado.

Esta noche el general Walter recibió instrucciones del comandante del sector para mañana 28 de diciembre. Entre otras cosas se le dice:
Informaciones sobre el enemigo. El enemigo ha tomado Montoro, Villa del Río, Cañete de las Torres y Valenzuela. No tenemos información precisa sobre sus fuerzas, pero sabemos que posee tres escuadrones [de caballería]: dos de marroquíes y uno compuesto por voluntarios, éste último de poco valor. En infantería dispone de unos cuatro batallones: uno de Regulares, otro del Regimiento de Cádiz, un batallón de Falangistas y otro de Carlistas (Requetés). Artillería: cinco baterías de las cuales dos son de 105. Parece que el enemigo ha recibido algunos refuerzos cuyo número, aun aproximativo, desconocemos.

¿De dónde ha sacado el Estado Mayor estos datos tan precisos? De la gente de estos pueblos, sin duda, que tiene ojos y cabeza. En la misma orden se añade lo siguiente:
Parece que las intenciones del enemigo, que por otro lado no parecen muy definidas, son las de tomar Porcuna por detrás y así forzar el paso a Martos y Andújar a objeto de socorrer a los asediados en Santa María de la Cabeza y subir la moral de las tropas.
Idea de la maniobra: atacar al enemigo en el subsector sur teniendo como objetivo principal la línea Villa del Río – Bujalance – Cañete de las Torres, y como objetivo eventual Montoro – Bujalance.

Hora H: las 6. Esa misma noche Putz recibe de Walter la orden siguiente:
Orden al 13º batallón.
El batallón debe apoyar al batallón Delesale. Debe atacar Lopera. Tienen ustedes a sus órdenes una compañía de ametralladoras del 10º batallón.
28–12–36. El Comandante de la 14ª Brigada, General WALTER.

A Adrien Amouroux lo despiertan por la noche. Orden de partida al kilómetro 339. Allí son repartidos a ambos lados de la carretera, bajo los olivos. Una corta marcha hasta un camino hundido que desciende a la izquierda. Se hace un alto. Es medianoche. Los hombres se echan al suelo para dormir. Luego, por segunda vez, Adrien es despertado. Es todavía de noche, muy oscura. Son las tres y media. Hay café. Luego hay que proseguir el camino. Todo el mundo deja sus mantas y sus mochilas. Se va a montar el ataque. Y después… este después se pierde en la bruma lejana.
Collange piensa: Lo siento por mi viejo despertador de jazz.
Avanzan ahora bajo los olivos de cada lado del camino hundido. Los cinco o seis caballos esperan, sin jinetes, ensillados y atados a los árboles. Ante ellos hay un cadáver tendido; se le adivina escondido bajo una manta llena de sangre. Encuentran a Putz. Este les habla. Ha estado bien encontrarse. Todos le estiman, mejor, le quieren. Él habla en argot, sus palabras de ánimo siempre son amistosas, nunca hirientes. Es amable con todos. Ha hecho con ellos treinta kilómetros de marcha al ir de Albacete a Mahora, a su campo de instrucción. Está de pie, con el aire de un hombre que en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que dirigir operaciones militares: “Y sobre todo no os peguéis los unos a los otros; al contrario, id separados”.
De golpe, un grito. Pasado un rato, los primeros obuses estallan cerca de ellos. Weissbecker, que estaba junto a Adrien, acaba de ser tocado. Un fragmento ha roto la correa de su cartuchera y ha penetrado en la carne. Todo el mundo se reúne en torno a él. Hay un hombre ensangrentado, un verdadero herido, no, como en los periódicos, un herido sobre el papel.
Las ambulancias no están lejos. Se tiende sobre una camilla y las miradas de sus camaradas le siguen lejos. El batallón reemprende su marcha.
Llegan los refuerzos de infantería. Llegan con aire decidido. Como dice Bouquillon: ¡esto se va a poner feo! Ver desfilar tropas frescas en la mañana temprana es reconfortante.
– Ciry!
Me he sobresaltado. Es Castaing quien me interpela. No le he visto venir, ocupado como estaba en contemplar el movimiento de tropas.
– Ciry, a tu puesto, viejo.
Corro a mi pieza. Soy el último. Y comenzamos a disparar sobre Lopera. Los ingleses van a intentar apoderarse del pueblo y nosotros cubrimos el ataque. Tiramos durante una media hora. De golpe, en un segundo, un graznido, una corriente formidable de aire sobre nuestras cabezas nos ha tumbado de rodillas junto a nuestras piezas. Al segundo siguiente el obús estalla detrás de nosotros. En un instante todo el mundo se pone el casco.
– Bueno, dice Awis, entiendo esa música. No tengo la cabeza tan dura.
Ahora llueven obuses alrededor. Y comienza la pequeña comedia: cargar, echarse, tirar, echarse, intentar cargar, echarse, tirar. La situación se hace crítica: un obús acaba de caer a veinte centímetros de una caja de municiones. El comandante grita:
– ¡Dejad de disparar! ¡Camuflaos!
Jansen escribe en su Diario: “Son las 4 de la mañana. Nos fortificamos en la loma, detrás del puesto de mando de Alejandro. 6:45, segundo ataque. Llegamos a 900 yardas del pueblo. Cae muerto Sornford [sic, probablemente se trata de John Cornford], de nuestra sección. Lesser y Davis están heridos. Fuego de ametralladoras. Aviación. Bombas”.
Delesale se acerca a Tonneau: “Venga, avanzad y tomad la loma de Lopera bajo vuestro fuego”.
Es el alba. Ya es de día. Los ingleses atacan. Las ametralladoras crepitan. Oussidum está en su pieza. Observa el avance de los asaltantes, que caen en número cuantioso al estar bajo el fuego enemigo que viene de su derecha. Y piensa: “Falta coordinación”. El batallón 13º no sabe lo que hacemos ni nosotros lo que hace el 13º”. ¿Cómo salir de esta?

Adrien sigue en acción. Los aviones zumban en lo alto. Grillet, el jefe de compañía, grita: “¡Muchachos, bajo los árboles!” Esperan hasta que desaparecen los aviones en la dirección de Lopera. Son las 9:30.
Ocurre siempre, pero la moral es buena. Decir que esto gusta sería abusivo. Pero los chavales de París y del Norte no son gallinas. Se camuflan, aprovechan para verificar las municiones que quedan. Cincuenta, cien, ciento cincuenta, dos cientos. Doscientos ocho. No está mal.
¿Qué está cayendo? Cuando me levanto no hay nadie en la posición. Todos se han ido al otro lado del camino. En el mismo instante un fragmento de obús cae sin darme tiempo a echarme cuerpo a tierra. En un segundo me veo medio cubierto de tierra. Cortado de mis camaradas, aislado entre el olivo y el cañón, bajo esta rociada de fuego… solo, ante mi cara de miedo que corre en gruesas gotas y me quema los ojos. A cada nuevo zumbido pienso: ¿Es para mí o para el de al lado? Mis manos se crispan en la tierra amarilla. Mi cuerpo se agita terriblemente. Estoy abandonado a mi impotencia, una turba de ideas se apelotona en mi cerebro, que ya no funciona. La sangre se agolpa en mis témpanos. Ya he vivido mi muerte cien veces.
¡Hay que actuar! Me levanto y de un aliento me reuno con mis camaradas. Tengo la impresión de estar pálido. Me avergüenzo de mí mismo. Mis compañeros no parecen preocuparse. Observan, con la frente preocupada y los puños cerrados, el bombardeo de nuestras piezas.
“A las 10:20, repliegue, orden del capitán Nathan”, escribe Jansen en su Diario: “La segunda sección se coloca detrás de la loma 320, en la dirección del cruce, bajo el fuego cruzado del enemigo y el estallido de los proyectiles. Alcanzamos un olivar donde nos resguardamos sin tener que haber deplorado pérdidas”.

Hay algo que no funciona con la ametralladora de Tonneau; se le ve corriendo a la retaguardia con una Colt averiada. Las balas silban, pero sí, vienen de atrás. Ahora los ve con precisión, allí abajo, son los muchachos del 13º que están tirando por la espalda.
– ¿Qué coño hacéis? Aúlla Tonneau furioso, casi sin fuerzas.
– Disparo a los fascistas, dice el otro.
– Idiota, ¿no ves que estás tirando al 12º batallón? – El otro no dice nada.
– ¿Vas a responder, bastardo? ¡O te derribo como un conejo!
Cuando Tonneau vuelve a pasar por allí el otro está tendido en tierra, muerto; una bala en la cabeza. Así pues ¿habrán sido las últimas palabras que este hombre ha oído? No hubiera querido hablarle así, pero no importa, no quería entender nada.
Los fascistas contra–atacan. Oussidum recibe la orden de replegarse. Una de las ametralladoras se ha atascado. En cuanto a la otra, solo queda sano y salvo el cargador. Oussidum envía a sus hombres a buscar piezas útiles.
Adrien y los suyos están a la derecha. Atraviesan el camino hundido una vez más. Pasan la loma y descienden hacia el barranco en dirección a Lopera. Al fondo pasa un camino. Anteriormente los campesinos tomaban este camino y llegaban a casa en diez minutos. Y además, no debían resguardarse de las dos lomas que se alzan de cada lado del camino. Sobre una de ellas, la de la izquierda, se ven hombres en marcha.
– Seguro que son fascistas, piensa Adrien. Las balas comienzan a silbar duro. Las filas se reducen. Hay heridos y muertos. Las balas vuelan en todas las direcciones. No saben qué hacer. Se echan cuerpo a tierra. Responden, con una rabia impotente, al azar.
El aire se ha cargado de plomo y metralla. Es como si ellos quisieran llenar hasta el borde este vacío: trozos de metralla, gruesas balas de ametralladora de avión y otras más pequeñas que nos asaltan desde todos los lados. Hombres corriendo, hombres huyendo, hombres gritando, llamando a los camilleros desde todos los lados. Los camilleros no siempre acuden cuando se les reclama. Muchos ya están heridos o muertos sobre el terreno. Los hombres ruedan, gatean, se arrastran hasta el puesto de socorro gritando de dolor.
Putz informa al Estado Mayor. Son las 11 horas: “Traed municiones y refuerzos. Creo que se puede tomar el pueblo”.
Collange prepara con su compañía, la 3ª, el ataque sobre el flanco izquierdo, más allá del camino. Su proveedor, que en Mahora era un gran experto en el montaje y desmontaje del fusil ametrallador, se ha quedado prudentemente abajo. En cuanto a su segundo proveedor está a medio camino. En lo alto, Collange está solo. Un caza enfila la loma a una baja altura y la rocía de balas.
Es casi la una y la primera compañía, la de Adrien, se apresta a subir al ataque. En fin. De ser forzado a quedarse allí o a servir de objetivo sin poder tirar un tiro los nervios se agarrotan. Los muchachos dejan los olivos atrás y se internan en terreno descubierto ante la visibilidad completa del enemigo. Grillet marcha en cabeza. Él también avanza tranquilo, con el silbato en sus labios y la barra en su mano. Como siempre está de buen humor, se vuelve, interpela a uno y otro.
– Venga, muchachos, no tengáis miedo, esto va a salir como sobre ruedas.
Adrien está entre los primeros. Su sección, la primera, marcha como en las maniobras: primer grupo, segundo grupo, tercer grupo… total cincuenta hombres. Ante ellos está la loma. Sobre ésta hay soldados con la boina roja. Uno de ellos les hace señales con una bandera roja. ¡Estupendo! Ya están allí. Son los ingleses, seguro.
La sección sube hacia la loma en el orden más hermoso. Grillet se vuelve y grita: “La Internacional”,¡ adelante! Y ellos cantan. Allí arriba la bandera roja les llama. Y la sección sigue avanzando, como en las maniobras. Ya están casi en lo alto. Una mano se tiende para saludar a Grillet desde el talud. La bandera está cerca y Grillet tiende la mano. Entonces una ráfaga de ametralladora les siega de cerca como en la cosecha. Jacob se derrumba, las filas se echan para atrás y la Internacional enmudece en las gargantas. Los muchachos caen, unos quedan en el sitio y otros huyen cuesta abajo. Solo un árabe, Boulou, ha quedado en pie y con una sola bala de su fusil ametrallador tumba al fascista de la bandera roja.
Adrien se echa al camino hundido y tira con rabia impotente. ¡Por dios! Se han dejado atrapar como niños por un terrón de azúcar. Al lado de Adrien alguien ha pedido ayuda. Adrien, aislado en este infierno, se desliza hacia abajo, serpentea entre muertos, moribundos, piedras y hierbajos y logra llegar al puente sano y salvo, donde está el fusil–ametrallador de la sección. Salvado.
En ese mismo momento es violentamente lanzado a tierra. Su codo izquierdo arde. El dolor que escuece. Rompe su manga; no es grave. Deja allí su paquete de balas y corre al Puesto de Socorro. Encuentra un fusil–ametrallador entre los árboles. Ellos pueden usarlo, se dice. Me lo llevo. Un fascista gime bajo un árbol. Su pecho tiene un corte anatómico sangrante. Su rostro una máscara de pavor.
Adrien deja el F.M. en una sección, luego se dirige hacia la carretera para que le pongan un vendaje. Hay muchos heridos. Las ambulancias están repletas. Han venido más vehículos al rescate. Adrien ha comido; después, por la noche, se acurrucará en una zanja al borde de la carretera. Mañana quiere volver al frente.

Las posiciones se mantendrán firmes ante el contraataque, cueste lo que cueste, acaba de decir Putz a la compañía de Collange; un Collange muerto de fatiga de tanto correr y disparar. A las seis de la tarde baja al Puesto de Mando con el resto de las municiones. Putz le indica una nueva posición. Allí encontrará a Demoujins. Parte. Se une a un destacamento de la compañía. Por aquel lado se teme una infiltración del enemigo. Ellos han quedado allí, hasta el relevo, entre dos ametralladoras de la compañía alemana.
Todavía es temprano, pero el cielo se ha oscurecido. La noche cae de golpe. Una noche trágica. Los “cuatro caminos” es el punto de reunión donde todos convergen: el que ha perdido su unidad, el que se ha desorientado y no sabe dónde ir, el que tiene que reparar su fusil, el que tiene hambre y el que, herido, espera a que le lleven a Andújar. Puesto de Socorro, de avituallamiento, de armería, de municiones, de coches, de artillería… todo se ha reunido allí, en los cuatro caminos. Todo el mundo está allí, en cuclillas, tumbados, durmiendo, comiendo, discutiendo. Allí se encuentran, allí se cuentan las aventuras, se comenta lo sucedido… se habla de traición.
El orden surge lentamente del caos. Las compañías se reencuentran en torno a sus jefes. Los llamamientos por encima del tumulto: “Por aquí el 13º”. “¿Están todos los del 12º? ¡Avanzad un poco, camaradas! ¡Venga, no os mezcléis con el 13º!”

Ese día ha caído Ralph Fox. Nadie ha visto su cadáver. Se han encontrado algunos papeles suyos, pero no se encuentra al portador. Ralph Fox era el comisario adjunto de la brigada. Su puesto estaba en el Estado Mayor y en primera línea; pero se mantuvo siempre en primera línea. Quería compartir la suerte de sus camaradas ingleses aun en los más duros momentos. Así ha caído Ralph Fox, lejos de su tierra, como había caído, ciento doce años antes, otro gran escritor inglés, Lord Byron, luchando por la libertad del pueblo griego.

En el curso de la jornada siguiente no pasó nada extraordinario. Las secciones, las compañías y los batallones se han reagrupado. El 10º, situado en el flanco derecho, se ha acercado a cien metros de una batería fascista que troncha en tiro directo los árboles bajo los que se fortifican los nuestros. El joven jefe suspira; si hubiera tenido su cuarta compañía habría eliminado la batería.
Hay que fortificarse. Llueve. Brilla el sol. Llega el rancho de forma más regular. Los aviones van y vienen.
En San Silvestre el cielo está sembrado de estrellas, como antes, pero hoy se las puede ver mejor. Los pensamientos vuelan a los lejanos hogares, se van oscureciendo, y el sueño llega pesado y confuso.

Los fascistas siguen en Lopera; pero no se trataba de Lopera, sino de Andújar, Jaén, de la carretera Madrid–Cádiz… El enemigo estaba bien equipado, con muchas ametralladoras que funcionaban bien, ya que no se habían comprado en cualquier mercado negro, como les ocurrió a los republicanos. Tenían aviones de todas las clases: aviones de caza que no tenían empacho en perseguir a los camilleros que transportaban heridos; bombarderos pesados y ligeros. Tenían tropas bien entrenadas y que conocían el arte de la guerra.
Era necesario detener a ese adversario y se hizo. Más aún: esa resistencia le causó tantas pérdidas que su aliento quedó roto. Al principio de enero la Catorce fue relevada. Tropas más débiles vienen a reemplazarlas. Los fascistas ya no les molestarán más. Andújar y Jaén se han salvado.

Comisión histórica de la AABI

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