Retiradas

The retreats – Las retiradas

En el 75 aniversario de la ofensiva franquista de Aragón

Hace 75 años se produjo un gran descalabro militar republicano cuando los ejércitos franquistas –con el apoyo decisivo de la Legión Cóndor alemana (aviación y artillería) y del Ejército de Mussolini (el CTV junto con la Aviación Legionaria) – iniciaron el 8 de marzo la ofensiva de Aragón.El avance fascista, ejecutado según las pautas de la “blitzkrieg”, o guerra relámpago, rompió las defensas republicanas al sur del Ebro y llevó a sus vanguardias, el 15 de abril, hasta las playas de Castellón. La zona republicana quedó partida en dos. Al norte del Ebro el avance fue contenido en Lérida, sobre la línea del Segre.

En esas semanas las Brigadas Internacionales fueron llamadas para taponar las brechas abiertas y se batieron con su acostumbrada generosidad y espíritu de sacrificio. Pero padecieron numerosas pérdidas y sintieron la humillación de tener que replegarse: fueron las amargas “retiradas” (“retreats”, como las denominaron los miembros de la XV BI). Sobre éstas hay mucho material escrito: pongamos por ejemplo el libro de Alvah Bessie, Men in battle,(hay una traducción al español, Hombres en guerra editada por ERA, México, 1969) y Prisoners of the good fight, de Carl Geiser, que posiblemente aparecerá en español en fechas próximas. Ya en español tenemos relatos de alto interés como el Harry Fisher en Camaradas o el de Bob Doyle en Memorias de un rebelde sin pausa.

Para recordar aquellas jornadas amargas vamos a evocar dos relatos: el de Bob Doyle y el de un brigadista español en el batallón Lincoln, Fausto Villar Esteban. A Bob lo conocemos bien y de él expondremos los capítulos en que describe la defensa de Belchite y de otras líneas de defensa y la captura de un centenar de británicos, a manos de tropas italianas, en Calaceite, lo que ocurrió el 31 de abril.

Fausto es más conocido en los EEUU, ya que él fue testigo del triste final de Bob Merriman, el comandante entonces de la XV BI. Fausto murió en 2002, pero dejó un escrito de alto valor sobre sus experiencias con los norteamericanos: Un valencianito en la Brigada Lincoln. El pasado mes de noviembre dos expertos en la guerra de España, Samuel Basterra y Jaime Cinca, colgaron un muy interesante trabajo titulado “4 km en Belchite”. El que quiera verlo en su integridad, con fotografías y acotaciones muy precisas, puede pinchar en este enlace.

BOB DOYLE: EN LA XV BRIGADA INTERNACIONAL

Debió de ser dos meses más tarde, alrededor de febrero de 1938, cuando llegaron las noticias de que se iba a enviar un destacamento al frente en cuatro camiones. Yo no tenía instrucciones para formar parte de ese destacamento pero, como estaba deseando ir, salté al último camión. Los que ya estaban en el camión pensaron que me tenía que ir con ellos. A la mitad del trayecto (marchábamos a la segunda batalla de Belchite) me descubrieron y me llevaron ante tres oficiales de las Brigadas Internacionales.

Me preguntaron que por qué había desobedecido las órdenes y me dijeron que mi deber era permanecer en el campo de entrenamiento y enseñar a los demás voluntarios que estaban llegando de Inglaterra. Yo les contesté que quería combatir con la ametralladora y que necesitaba experiencia práctica. Me insinuaron entonces si no había venido para conseguir experiencia a expensas del pueblo español, lo que negué ardientemente. Después de echarme un buen rapapolvo me dejaron continuar y me pusieron a cargo de una Diktorov. Yo no tenía ninguna experiencia con ametralladoras, pero me fue fácil aprender mientras marchábamos al frente. La Diktorov era una ametralladora rusa ligera y fácil de transportar. Iba sobre un trípode y tenía la refrigeración por aire.

Pronto recibimos nuestro primer bautismo de fuego, cuando caminábamos por un olivar. Unos cazas italianos Fiat nos dieron una pasada rasante y nos bombardearon con pequeñas bombas y granadas; volaban muy bajo y las tiraban con la mano. Nos dispersamos rápidamente por el olivar y, en cuanto desaparecieron los aviones, Paddy Tighe salió a la carretera y bailó una giga irlandesa. Después proseguimos nuestra marcha hasta Belchite. Allí nos vimos pronto inmersos en la segunda batalla por la defensa de la ciudad.

Las únicas armas de que disponíamos frente a más de 100 tanques adversarios eran fusiles de diferente tipo de munición, 12 ametralladoras ligeras, 6 ametralladoras pesadas y una batería antitanque. Los miembros de ésta se mantuvieron hasta el último momento en la primera línea de fuego cantando: “Hold Madrid for we are coming«. Pero no llegamos ya que, después de un par de días, la ciudad cayó en manos de los legionarios y los moros.

Fui asignado al batallón británico que, en su mayor parte, estaba emplazado en un pequeño olivar. Cogí la ametralladora y me fui con dos irlandeses a nuestra posición, delante de los lanzagranadas, para disparar contra los tanques; los podíamos ver avanzando a vanguardia de los soldados que marchaban detrás. Aparecieron los aviones y comenzaron a disparar. Parecía que nos habían escogido a nosotros tres como objetivo. Di la orden de replegarnos a la ciudad y allí nos encontramos con todos los demás, que corrían también hacia la iglesia. Sólo se quedaron los de la patrulla antitanque. En ese momento mi ametralladora se estropeó y dejó de funcionar. La dejé, no sin antes quitarle el cerrojo y tirarlo lejos para que no volviera a ser utilizada. Vi que Fletcher, el jefe de mi unidad de ametralladoras, había recibido un balazo en la mano, por lo que cogí su fusil.

En Belchite, como en la mayoría de las ciudades españolas, la iglesia nos ofreció una buena posición estratégica, el mejor sitio para hacer frente a un ataque. Sus muros eran sólidos y prácticamente inmunes a las bombas, pero la artillería fascista nos machacó sin descanso y los tanques llegaron muy cerca de nosotros antes de retirarnos. Ésta fue mi primera experiencia de las destrucciones de iglesias sobre lo que tanto leí en la prensa irlandesa al volver a casa. Para esa prensa, si los fascistas atacaban las iglesias que nosotros ocupábamos actuaban bien, porque lo hacían en defensa de la fe y de la Santa Cruzada que había declarado el Vaticano y el Cardenal Primado de España, Isidro Gomá y Tomás.

Estábamos a unas cincuenta yardas por delante de la iglesia. Las balas del enemigo chocaban y explotaban en la pared de la iglesia que estaba a nuestra espalda. Parecían balas recortadas, dum-dum. Las tropas fascistas y los tanques se acercaban; era muy probable que nos cercaran en la ciudad y nos cortaran la retirada. Encontré una piedra donde pude resguardarme del fuego enemigo que provenía de la colina de enfrente. Luego me puse en pie de forma temeraria y me puse a disparar hasta que se recalentó el fusil. Por un momento llegué a pensar que me habían dado. Varios brigadistas cayeron en aquel lugar y fue un milagro salir ileso de aquella situación.

Vi cómo los soldados enemigos reiniciaban su avance – los tanques no estaban todavía a la vista – y fue entonces cuando el mando ordenó la retirada. Logramos escapar al cerco a pesar de estar rodeados, pero cayeron compañeros muy buenos. De allí en adelante todo fue un continuo movimiento de un sitio a otro.

Nos retiramos unas dos millas al este de Belchite, a un pequeño altozano donde cavamos una trinchera muy poco profunda ya que la colina era demasiado rocosa; apenas si cabíamos en ella. Al poco rato aparecieron los aviones, eran bombarderos alemanes Stuka que sobrevolaron nuestra posición. Me tumbé de lado y me acurruqué contra una de las paredes de la trinchera mientras las bombas silbaban en su caída y las ametralladoras nos disparaban. Yo traté de esquivar las balas moviéndome de un lado a otro de la trinchera, según la dirección de los aviones. Estuvimos en esa posición dos días. En ese tiempo vi cómo una ambulancia que iba en dirección a Belchite era atacada por los aviones. Al final tuvimos que replegarnos en unos camiones que nos llevaron en dirección a Teruel.

Pasamos Híjar. Encontré un tanque ruso republicano que estaba abandonado. Éramos muchos; conseguimos gasolina y alguien pudo ponerlo en marcha; decidimos volver a Híjar. Me senté en la parte delantera y me até el brazo al tanque con una cuerda para no caerme. A medida que íbamos acercándonos veíamos a los fascistas atacando las posiciones republicanas. En cuanto llegamos los defensores de Híjar nos reconocieron; salieron de sus trincheras y vinieron a abrazarnos. En el pueblo encontramos una tienda abandonada en la que todavía quedaba tocino y comida. Puse allí una guardia allí hasta que llegó la Brigada.

Ese día, mientras contemplaba un bombardeo de la aviación fascista sobre Híjar, me di cuenta del sacrificio que estaba realizando el pueblo soviético. Era un día claro y soleado, tan claro que desde nuestra posición sobre una colina podíamos ver la línea brillante que dejaban las bombas al caer sobre el pueblo. Yo estaba sentado, limpiando mi ametralladora, desmontando y colocando cuidadosamente sus piezas sobre el suelo. De pronto un oficial ruso, con un gran abrigo de astracán, se acercó y se quedó observándome. Al poco rato comenzó a hacer preguntas a un intérprete. Yo me pregunté: “¿Por qué me estará mirando con tanto cuidado?”. Me sentí orgulloso y le di las gracias. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo: “¿Es que no te das cuenta de los sacrificios que ha hecho el pueblo soviético para traer este arma hasta aquí? Si fuera necesario, deberías quitarte la camisa y poner las piezas sobre ella para que no se ensucien”.

Pronto nos dieron la orden de retirarada y marchamos en pequeños grupos; los fascistas nos seguían muy cerca. Sam Wild, el comandante de nuestro batallón, nos designó a otro soldado y a mí para ir en la retaguardia haciendo volar cualquier camión que quedara abandonado. Lo hicimos de la siguiente manera: colocábamos una granada de mano bajo el asiento del conductor, tirábamos de la anilla para quitarle el seguro y corríamos hacia la parte trasera del camión para resguardarnos de la explosión.

Días después el mando ordenó nuestro relevo: fuimos a Batea y Corbera para tener un periodo de descanso. Mientras marchaba en compañía de otros dos soldados vimos, en una curva de la carretera, a un oficial con su pelotón. Estaban junto a un montón de fusiles que, según nos dijo, le habían sido entregados. Sacó un papel y nos dijo que era una orden oficial, firmada y sellada, para que le entregáramos nuestras armas. Según él estaban destinadas a equipar a otra unidad que nos iba a reemplazar en el frente. Nos negamos a hacerlo. En plena discusión aparecieron tres aviones enemigos que nos ametrallaron. El oficial y sus hombres corrieron a cubrirse y nosotros lo hicimos en la dirección opuesta, siguiendo a nuestro batallón que había seguido adelante. Cuando lo alcanzamos, Sam Wild nos dijo que no existía tal orden de entregar nuestras armas. Parecía ser una acción del POUM para requisar armas. Sam nos recalcó que nunca entregáramos las armas a nadie excepto a nuestros propios oficiales.

Tras aquellos combates, nuestro batallón había quedado reducido a 150 supervivientes de los 500 que comenzamos. Recibimos nuevos hombres y nuevo equipamiento. A mí me dieron una nueva ametralladora parecida a la que había estado utilizando, una Degtiagov. Ésta y la Tokarev que nosotros usábamos eran armas muy buenas, predecesoras de la ametralladora ligera Sten y de la pesada Maxim. Se refrigeraban con agua, lo que nos causó algunos problemas en las desoladas tierras que rodean Belchite, donde el agua era muy difícil de conseguir. Entonces gritábamos: “¡Todos a las mangueras, pasadme la meada!”

Sobre esas llanuras abiertas y bajo un cielo claro, era un espectáculo extraordinario ver la encarnizada lucha que libraban los aviones italianos, Fiat y Caproni, con los soviéticos E-15, los llamados “Chatos”. Nos fascinaba la maniobrabilidad de los aviones y las proezas increíbles de los pilotos soviéticos, a pesar de que sus aviones tenían menos potencia que los alemanes e italianos. A un piloto ruso se le atribuyó haber derribado 32 aviones; fue nominado “Héroe de la Unión Soviética” por sus hazañas en la Guerra civil española y en la Segunda Guerra Mundial. Había también muy buenos tanques rusos que a menudo no podían entrar en acción por falta de combustible.

La emboscada italiana

El 30 de Marzo nos ordenaron reincorporarnos al frente; teníamos que tomar posiciones secundarias más allá de Calaceite, en la dirección de Alcañiz y Caspe. Estuvimos caminando toda la noche. El batallón marchaba a lo largo de la carretera en formación de artillería: dos filas, cada una a un lado de la carretera,  dejando unos tres metros de distancia entre cada hombre. Íbamos así para evitar bajas en caso de vernos atacados por el fuego enemigo.

Era temprano, aún no había amanecido. Íbamos juntos cuatro irlandeses: Johnny Lemon, de Waterford, y Peter Brady. Frank Ryan acababa de llegar de Madrid, donde había estado preparando “El libro de la XV Brigada”; ahora se venía al combate con nosotros. Frank no llevaba ni rifle ni pistola. Era capitán y llevaba polainas de oficial, pero no tenía puesto de mando en el batallón; por eso caminaba con nosotros, cosa que se me hacía rara. Al frente del batallón estaba George Fletcher y Wally Tapsell era el comisario político.

En un momento dado oímos un gran estruendo de motores en el valle, como si una columna motorizada se estuviera acercando a nosotros. Fletcher mandó a una patrulla que hiciera un reconocimiento; esos dos soldados no volvieron. Frank me dijo que instalara mi ametralladora en una curva, a unos cien metros, para dar protección. Me llevé conmigo a Lemon y permanecimos en esa posición hasta que pasó nuestra unidad; luego, como no recibimos ninguna orden ulterior, decidí reunirme con mi gente y con Frank.

De repente, por ambos lados de la carretera aparecieron soldados que se abalanzaron sobre nosotros y nos apuntaron con sus fusiles gritando “¡Manos arriba!”. Carretera arriba apareció un tanque seguido de motocicletas con metralletas montadas sobre sus manillares que se metieron entre nuestras dos filas. Dejé mi ametralladora junto a Frank y corrí hacia el tanque para echar un vistazo. Al acercarme pude ver al oficial que ocupaba la torreta del tanque; estaba cubierto de polvo, pero se le podían ver las insignias con los colores italianos. “¡Caramba! ¡Son italianos!”, exclamé.Me volví corriendo hacia donde había dejado la ametralladora y, al llegar, vi que Frank y el resto del grupo ya tenían las manos arriba. Yo hice lo mismo.

Wally Tapsel también se acercó al tanque y le increpó al oficial que estaba en la torreta: “¿Es que quieres matar a tus propios hombres?”. Wally creía que los tanques eran nuestros, dando por supuesto que era la División de Líster la que teníamos delante de nosotros. Desconocíamos que el frente había sido roto. El oficial de la torreta empuñó la pistola y le mató de un tiro. Todo aquello sucedió muy rápido. En ese preciso momento los italianos comenzaron a abrir fuego, disparando por encima de nuestras cabezas sobre las compañías que estaban detrás, mientras que a nosotros nos gritaban: “¡Al suelo, al suelo!”

Las motocicletas italianas nos rebasaron dejando un fuerte olor a cordita. Nos separaron del resto del batallón, el cual se retiró en medio de una gran confusión ante tan contundente ataque. Un oficial italiano de infantería nos seguía gritando: “¡Al suelo!”. Tuvimos que echarnos en tierra. Habíamos caído en una clásica emboscada tendida por la División Flechas Negras de Mussolini. Después de habernos juntado a todos los prisioneros nos pusimos en marcha; íbamos escoltados por soldados que nos apuntaban con sus fusiles. Frank me dijo: “Hoy publican mi libro”. Teníamos el convencimiento de que lo fusilarían enseguida porque, aun no llevando ningún distintivo de su rango, su uniforme le delataba como oficial. Por aquel entonces era costumbre fusilar a todos los oficiales capturados. Fuimos conducidos a través de las líneas italianas forzándonos a hacer una larga marcha. En nuestro camino íbamos cruzándonos con compañías mecanizadas, mientras constantemente nos sobrevolaban escuadrillas de bombarderos Caproni y de cazabombarderos Fiat. Me sentí sobrecogido por la potencia de nuestros enemigos a la vez que orgulloso de haber logrado aguantar tan bien durante tanto tiempo.

Nos tuvimos que alinear ante un granero y un oficial italiano nos pasó revista para escoger a los que le parecían oficiales. Frank tenía toda la pinta de un oficial con su uniforme, sus polainas, sus botas, aunque no llevaba la gorra. “¿Qué grado tienes?”, preguntó el oficial italiano. Frank repuso: “Capitán”. Le presentaron un mapa y le exigieron que diera todos los detalles del batallón: su posición, el número de armas y la calidad de las mismas. Frank les dijo que bajo ningún concepto iba a dar otra información que sus datos personales. Ese mismo día, Rab Butler, Secretario de Asuntos Exteriores dependiente del ministro conservador del Foreing Office, Lord Halifax, declaraba en la Cámara de los Comunes: “No tenemos pruebas de la intervención de Italia y Alemania en España”.

Al poco rato llegó un camión con Guardias Civiles; se bajaron y se colocaron en medio de la carretera, delante de los prisioneros. Esos Guardias constituían la base de las fuerzas de seguridad de Franco y los conocíamos como “los verdugos”. Yo había tenido ya ocasión de conocerles en los puertos franquistas de Cádiz y Huelva cuando trabajé de marinero. En ese momento pensé que era el final. Nos hicieron formar en una sola fila contra la pared. El oficial, después de hacer cuadrar a los Guardias Civiles, nos gritó: “¡Comunistas, socialistas, judíos y servidores de ametralladora! ¡Un paso al frente!”. Entre nosotros había judíos, comunistas y gente de diferentes tendencias políticas. Ninguno salió voluntariamente; tampoco salí yo, que era a la vez comunista y servidor de ametralladora. Sacaron a la fuerza a los más veteranos, que no mostraron la menor señal de pena o pánico por ser ejecutados en primer lugar. Pensé entonces que el que recibe las primeras balas tiene una muerte limpia y desaparecen las diferencias entre los voluntarios de los diversos países de procedencia.

En aquel momento se inició una discusión entre los oficiales de los Guardias y los italianos. Daba la impresión de que los primeros querían fusilarnos rápidamente y allí mismo, mientras que los italianos parecían esperar instrucciones de Burgos, la sede del gobierno de Franco. Mientras ocurría todo esto, sacaron a otro prisionero y le golpearon para que soltara información. La disputa debió finalmente resolverse, ya que nos condujeron a otro emplazamiento, un recinto alambrado situado en el cauce de un río seco. Allí comenzó un nuevo interrogatorio. Ryan se negó a responder, por lo que el oficial italiano, desde su metro sesenta de altura, le asestó un fuerte puñetazo en la mandíbula. Si no hubiera sido por Johny Lemon, de Waterford, y yo mismo, Frank se hubiera abalanzado contra el italiano.

Nos metieron en establos para vacas y en pocilgas de cerdos y, más tarde, nos trasladaron a una iglesia vacía de Alcañiz. Allí nos interrogó la policía secreta italiana, la Ovra. Volvieron a separar a Frank y le dijeron que estaba condenado a muerte. No nos dieron agua ni comida; teníamos que utilizar la parte de detrás del altar para hacer todo tipo de necesidades. Habíamos conseguido sobrevivir para luchar un día más. Nuestro destino no estaba aún decidido, pero nuestras esperanzas aumentaban: al fin y al cabo no habíamos cometido ningún crimen y estábamos luchando por algo que era justo y correcto.

Hasta aquel momento, todos los Internacionales que caían prisioneros eran ejecutados inmediatamente, lo que parecía no importar a las democracias. Ahora estábamos en manos de los fascistas; la Cruz Roja no funcionaba para nosotros; no éramos prisioneros de guerra protegidos por la Convención de Ginebra y la mayoría de nuestros Gobiernos nos consideraban criminales por haber quebrantado el Tratado de no intervención y haber venido a luchar en favor de un Gobierno elegido democráticamente y en contra de unos generales sublevados. Mientras estuvimos bajo el control de los Flechas Negras sabíamos que podían hacer con nosotros lo que quisieran; eso nos querían hacer ver al alzar ante nosotros latas de gasolina como si fueran a quemarnos.

Transcurridas veinticuatro horas nos llevaron al Cuartel Palafox de Zaragoza. Era un día más y seguíamos aún vivos. Cuando llegamos al Cuartel vimos, nada más entrar en el patio, a seis soldados de la División de Líster de pie, bajo la bandera de Franco. Estaban alineados en dos filas, uno frente a otro y con la cabeza baja. Tenían la orden de permanecer firmes hasta que cayeran rendidos, momento en el cual eran reemplazados por otros seis soldados de la misma División.