Brigadistas Mauthausen

Sobre los brigadistas deportados en Mauthausen

De los casi 200.000 prisioneros que entre 1938 y 1945 pasaron por Mauthausen, y sus subcampos austriacos, murieron unos 120.000. Fueron 7.189 los españoles encarcelados allí de los cuales unos 5.000 perecieron víctimas de la brutalidad, los abusos y el hambre.Cuando el Ejército norteamericano entró en Mauthausen el 5 de mayo de 1945, las banderas republicanas españolas ya habían sustituido a las banderas nazis y en la puerta del campo se desplegaba una gran pancarta: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras».Para entonces solo quedaban 2189. Mauthausen es llamado a veces el ‘campo de los españoles’ por la importancia que, en la resistencia a sus autoridades, tuvieron los republicanos españoles. Pero no estuvieron solos. Con ellos colaboraron un grupo de antiguos compañeros que habían defendido la libertad en España integrados en las Brigadas Internacionales.

Está por escribir el terrible destino de los varios miles de brigadistas que, al ser retirados de España, no pudieron retornar a sus países por sufrir una odiosa Dictadura. La mayoría tuvo que pasar por los campos de internamiento franceses (Gurs, Vernet, Saint Cyprien…) hasta que lograron escapar, y pasar a la Resistencia, o bien fueron deportados a los campos de concentración nazis. En ellos muchos encontraron la muerte. Pero ello dependía del grado penitenciario de los campos. Así, de los 458 brigadistas austriacos internados en diferentes campos de concentración –la mayoría (384) en Dachau–murieron 84. Dachau estaba en la escala más baja del rigor, en el polo opuesto, Auschwitz.

Mauthausen fue un matadero donde solo se salvó el 30% de los españoles deportados y un porcentaje inferior, pero indeterminado, de brigadistas.

Estas son algunas notas históricas para recordarles en el 69 aniversario de la liberación de aquellos campos y de la derrota del Fascismo en 1945. Están extraídas del trabajo:

DE LA RESISTENCIA ESPAÑOLA A LA ORGANIZACIÓN DE LA RESISTENCIA INTERNACIONAL.


Al final de la guerra de España pasaron a Francia, la mayoría a campos de internamiento, más de 500.000 republicanos españoles y unos 12.000 brigadistas internacionales. Al producirse la ocupación nazi de Francia en el verano de 1940 todos los brigadistas detenidos debían ser llevados a campos de concentración, al igual que los republicanos españoles. El primer gran grupo de “Rojos españoles” (Rotspanier) llegó a Mauthausen el 6 de agosto de 1940. En los dos años siguientes fueron llegando numerosos contingentes de republicanos españoles y brigadistas, la mayoría de los cuales fueron cayendo víctimas de la represión o de las pésimas condiciones de todo tipo.

En este campo de castigo los republicanos españoles coincidieron con numerosos compañeros de lucha de las brigadas internacionales. Entre ellos estaba el húngaro Esteban Balogh,un veterano de 34 años que llegó al campo en agosto de 1940, junto con otros diez internacionales, y se encontró con los españoles en el barracón 19. De aquel primer grupo de brigadistas, la mayoría judíos, sólo sobrevivió Esteban, el resto fueron asesinados por los SS el 11 de octubre de 1940. Así describe Balogh su llegada a Mauthausen:

Al llegar al campo, fuimos llevados al barracón 19 donde hallamos a otros españoles soportando unas condiciones de vida inimaginables. Nos colocaron el triángulo rojo (los demás españoles llevaban el triángulo azul) y a todos nos llamaban los rojos españoles,»die rote Spanier»; los judíos que se hallaban entre nosotros debían llevar además la «estrella de David». Todos nosotros éramos considerados como siendo enemigos especialmente peligrosos del III Reich, todos comunistas, todos destinados a ser enviados rápidamente al horno crematorio.

Las severísimas condiciones impuestas por los SS han sido bien descritas por numerosos supervivientes. Una de las circunstancias que aumentaban las posibilidades de supervivencia era la inclusión como especialista en un kommando. De esta manera pudieron aliviar un poco algunos problemas de trabajo y alimentación de los que estaban en peores condiciones. Manuel Razola y Mariano Constante así lo atestiguaron en su libro Triángulo azul:

En el grupo de los electricistas había buenos camaradas austriacos, alemanes, checos y el húngaro Esteban Balogh, que nos tenían al corriente de las noticias que difundía la radio y que escuchaban mientras simulaban estar arreglando los aparatos de radio de los SS. El camarada Balogh, un veterano de las brigadas internacionales, estaba en estrecha relación con la organización clandestina española, y consiguió facilitarnos informaciones a diario. Lo cual, si se tiene en cuenta la situación en la que nos hallábamos, tenía tanta importancia como el mismisimo alimento. Ademas, se dedicaba a un sabotaje sistemático y lograba consumir 120.000 vatios de electricidad al día.

Traemos aquí a colación el siguiente testimonio de Esteban Balogh:

Al cabo de ocho días de cuarentena, nos llevaron al kommando de la cantera, donde éramos obligados a cargar con piedras de cincuenta kilos por lo menos. El hambre y el frío venían a sumarse a nuestro tormento. Cuando fuimos testigos de las primeras matanzas realizadas en torno nuestro, empezamos a pensar que nuestras posibilidades de salir con vida eran prácticamente nulas. Por aquel entonces, los españoles no estaban autorizados a comunicarse; por añadidura estaba terminantemente prohibido el dirigirse la palabra. A cada día que pasaba, nuestras fuerzas iban menguando y resultaba cada vez más penoso subir las piedras necesarias para la construcción del muro del campo. Como no manteníamos contactos con nadie y nos estaba prohibido aproximarnos a otros presos, decidimos organizar la solidaridad en nuestro reducido grupo, solidaridad muy limitada, aun cuando efectiva. Algunos de los nuestros eran personas de edad, enfermos del corazón; los colocábamos en la parte central de la columna y les dábamos para transportar piedras que tenían la misma apariencia que las demás pero que resultaban menos pesadas. Presos ajenos al kommando consideraban que perdíamos el tiempo; todas esas precauciones, decían ellos, no servirían de nada, pues todos nosotros estábamos destinados a ser liquidados rápidamente. Nos obstinamos en sustentar una opinión contraria y argüíamos que quizá no todos perderíamos la vida en el transcurso de esa lucha. Pero temíamos la llegada del invierno. Sin embargo, la realidad inmediata resultó ser mucho más terrible.

Los SS decidieron lanzar una «ofensiva»: a los españoles rojos se les obligaba a transportar piedras que habían sido escogidas previamente por los SS; los judíos tenían que cargar con las más pesadas y además a paso ligero. Esta medida se prolongó durante unas cuantos días, hasta la liquidación total de nuestros camaradas judíos. Regresábamos por la noche al campamento completamente extenuados; camaradas menos expuestos que nosotros, proponían la mitad de sus raciones, diciéndonos que sufríamos más que los demás y que para poder resistir era absolutamente necesario que comiésemos más que la ración que nos correspondía. Pero nosotros nos negamos a aceptar su sacrificio, pues una ración normal ni tan siquiera era suficiente para alimentar a una persona. Y los presos alemanes que eran testigos de ese espíritu de solidaridad decían que los SS nos reservaban a todos la misma suerte.

La primera víctima de nuestro grupo fue el doctor Emerico Mezei, que era médico militar. Lo habían incluido entre los judíos por el mero hecho de tener una abuela judía. No tenía disposiciones para los trabajos que requerían fuerza y de inmediato los SS se ensañaron en él, golpeándole sobre todo en la cabeza. Al tercer día, estaba tan desfigurado que tan sólo se le podía identificar por su número de matrícula; no sabíamos qué hacer para atenuar sus sufrimientos. Al día siguiente, después de haber regresado del trabajo y poco antes de que se pasase lista, los SS le entregaron un alambre y le obligaron a ahorcarse delante del barracón 19. Su cuerpo aún estaba tibio, cuando fue arrastrado hasta el horno crematorio. Así es como acabó ese diplomado de la Sorbonne, que había cumplido con su deber en los campos de batalla de España y de Dunkerke, donde, bajo el fuego enemigo, había auxiliado a los heridos tanto franceses como alemanes.

De los diez presos que formaban nuestro grupo, ocho de ellos eran judíos. Al día siguiente de la muerte del doctor, los siete que quedaban volvieron de la cantera en un estado espantoso: dientes rotos, orejas arrancadas, ojos amoratados, rostros tumefactos. Sin embargo, se negaron a comer el suplemento de rancho que los camaradas españoles les ofrecían, pues estaban convencidos de que no tardarían en morir. Aquella misma noche, después de que se hubiese pasado lista, solicitaron entrevistarse con nosotros, y cuando estuvimos todos reunidos, el camarada Sollercich Sigmund tomó la palabra: «Resulta evidente, y el ejemplo del camarada doctor Mezei nos confirma lo que suponíamos, que todos los judíos están condenados. Por lo que a nosotros se refiere, no vale la pena resistir y sufrir inútilmente, Pero vosotros, aun cuando llevéis el triángulo rojo, no sois judíos y quizás tengáis más posibilidades que nosotros. Si uno de vosotros logra salir con vida de este infierno, decid a los nuestros adónde y de qué manera hemos muerto. Nuestra última voluntad, es que contéis a nuestros padres y a nuestros amigos que hemos muerto tal como nos han conocido y que nos consideren como habiendo caído en el campo de honor en nuestra lucha contra el fascismo y en pro de la libertad». Aquella noche, ninguno de nosotros pudo probar bocado. Ese corto discurso había sido pronunciado en las letrinas, y ni siquiera habíamos podido estrechar las manos de nuestros camaradas, pues las tenían en carne viva Otros camaradas españoles fueron a reunirse con nosotros y vertían lágrimas ante esa cruel realidad.

Al día siguiente, cuando llegaron a la cantera, se abrazaron fuertemente y, cantando la Internacional, se encaminaron hacia la torre de vigilancia. Despavoridos, todos interrumpimos el trabajo y los SS se pusieron a ladrar sus»¡Halt!»Pero ellos seguían caminando, cantando con todas sus fuerzas y nosotros seguimos oyendo la Internacional hasta que fueron segados por las ráfagas de las metralletas. Esos camaradas eran ciudadanos rumanos, heridos repetidas veces durante la guerra civil de Espafla donde habían acudido para alistarse como combatientes antifascistas. Por la noche, tras regresar a sus barracones, los españoles se reunieron y observaron un minuto de silencio en honor a esos valientes. Lo que sorprendió sobremanera a los demás presos de los barracones, pues tal hecho jamás se había producido entre ellos. Los «verdes» y los «negros» empezaron a darse cuenta que los españoles no eran la clase de prisioneros que habían supuesto cuando su llegada al campo. Se reconoció que el espíritu de solidaridad había entrado en Mauthausen junto con los españoles, y ese ejemplo cundiría a la larga.

Los cuerpos de nuestros camaradas habían sido ya enviados al horno crematorio. Cuando se pasó lista delante del barracón 19, el Herr Kommandoführer nos arengó con respecto a lo sucedido en la cantera: «Ningún cerdo comunista, judío o no, volverá jamás a cantar su himno.» Aquella misma noche prometimos solemnemente que en el momento que fuésemos a ser ejecutados cantaríamos la Internacional al igual que nuestros heroicos camaradas. Tal hecho aconteció el 11 de octubre de 1940, y los camaradas asesinados se llamaban: Filip Weísz, Bercu Lozneanu, Israël Diamant, Mihail Leb, Saia Abramovici, Sigmund Sommereich. De aquel grupo de ocho judíos quedaba uno, el doctor José Gardonyi. Al día siguiente, los SS y los kapos le apalearon con los mangos de las palas, y cuando se desplomó sin poder ya mover brazos ni piernas, le remataron con una ráfaga de metralleta.

Los camaradas españoles se sentían muy impresionados por esas ejecuciones. Sin embargo, no se atrevían a decirnos que tras los judíos llegaría nuestro turno. Éramos nosotros quienes debíamos decirles: «No caímos en España, y será probablemente aquí donde dejaremos el pellejo. Es la misma lucha contra el mismo enemigo.» El año 1940, que no significó sin embargo mas que unos meses de estancia en Mauthausen, fue sin el menor género de duda el peor de todos para los españoles: muchos de ellos murieron de hambre y de frío; no había más kommando que el de la cantera, y en los barracones no disponían más que de un catre de 65 cm en el que tenían que apañárselas para dormir nada menos que cuatro hombres.

Poco a poco, a pesar de las enormes dificultades impuestas por el severo control de los guardianes de las SS, se fueron incrementando los contactos con los responsables de los diversos grupos nacionales:

La dirección española clandestina decidió ampliar las relaciones ya existentes entre los responsables comunistas de los deportados de diversas nacionalidades. Nuestra organización designó delegaciones para tomar contacto con ellos y proponerles oficialmente nuestra ayuda moral y material, revelándoles que estábamos organizados desde hacía tiempo, que podían y debían proceder de igual forma y que teníamos que llegar rápidamente a la constitución de un comité internacional que tendría por cometido el dirigir todas las actividades del campo. Todos los grupos nacionales excepción hecha de algunos alemanes, nos dieron su adhesión incondicional.

Hacemos hincapié en dicha excepción debido a que, en el transcurso de la entrevista que los camaradas Perlado y Bonaque, delegados por la dirección española, sostuvieron con Franz Dahlem, cuando le expusieron nuestros puntos de vista y también la necesidad que se imponía según nuestro criterio de ayudar a los soviéticos a organizarse, la respuesta fue la siguiente: ‘En las condiciones actuales, la menor organización resulta temeraria e inoportuna y el querer organizar a los soviéticos constituye una verdadera locura dado que algunos de sus elementos son dudosos e incontrolables, tanto más dado el tratamiento especial al que se encuentran sometidos’.

Kohl, por parte de los austríacos, Hoffman, por parte de los checos, Dahlem, por parte de los alemanes y Rabaté, por parte de los franceses. A pesar de todo se constituyó un Comité Internacional en el que participaron, junto a los mencionados representantes españoles, el austriaco Kohl, el checo Hoffman, el alemán Dahlem y el francés Rabaté.

En 1944 llegó al campo otro grupo de internacionales entre los que se encontraba el checo Artur London, compañero de Lise Ricol-London, que había sido detenido como miembro de la Resistencia al igual que su mujer.

La amplia experiencia de Artur y sus contactos con los camaradas españoles, además del conocimiento del idioma, impulsó aún más aquella colaboración internacional, lo que favoreció el control de la confusa situación creada en Mauthausen en los días previos a la liberación el 5 de mayo de 1945. En su libro «La Confesión»Artur London recordó años después todo esto:

Ahora veo la llegada a Mauthausen, el 26 de marzo de 1944, de nuestro convoy de cincuenta deportados. Veníamos del campo de represalias de Neue Bremme, después de un largo viaje de cuatro días sin comer ni beber. Estábamos casi agotados por una marcha de casi seis kilómetros cuando distinguimos a la derecha, la masa sombría de una especie de fortaleza cuyas altas torres y siniestras murallas se destacaban en un cielo color pizarra (…)En el bloque de la cuarentena, donde hicieron entrar nuestro convoy algunas horas más tarde, un joven español de diecinueve años, llamado Constante, me identificó como antiguo voluntario de las Brigadas Internacionales después de haberme hecho hábilmente dos o tres preguntas. Fue el primero que me manifestó allí la solidaridad y la fraternidad comunista (…) ¡Gracias a él pude, aquel mismo día tomar contacto con camaradas de diferentes nacionalidades”

…La dirección del Comité Internacional fue reorganizada después de la ejecución de Gabler, brigadista austríaco –que había regresado clandestinamente a Austria para seguir luchando contra los nazis y que fue asesinado en Viena- y de mi grave enfermedad, que ocasionó mi traslado al “Revier”, en septiembre de 1944. Hoffman –otro brigadista checo–, Razola y Hoffman venían a verme todos los días, y me traían, además del consuelo que me procuraba su presencia, noticias y a veces algunas golosinas que habían logrado obtener para mí.

Junto a los brigadistas ya mencionados cabe citar, entre otros, al voluntario checo Jacques Gunzig, muerto en 1942 por disparos de los vigilantes nazis, al alemán Heinrich Rau, al búlgaro Marín Chúrov, así como un grupo de brigadistas cubanos a los que se dedicó una placa, dentro de los numerosos memoriales que jalonan los muros actuales del campo.