García Marquez

En recuerdo de Gabriel García Márquez, un escritor del pueblo

El jueves 17 de abril falleció a los 87 años, en la ciudad de México, un colombiano universal, un defensor de la América Latina libre de injerencias externas, un ciudadano que ambicionaba un mundo abierto y solidario, no encorsetado por las directrices de los poderes económicos mundiales que lo someten a la tiranía deshumanizada que sufren los pobres de los países pobres y ahora están comprobando los autocomplacientes parias de los países ricos.


Gabriel García Márquez, escritor, premio Nobel de Literatura y hombre honrado. No se vendió a los cantos de sirena del universo mercantil. Era un paria uno de los once hijos del telegrafista de Aracataca y no abandonó a los parias de la tierra. Escribía para que las gentes condenadas a cien años de soledad tuvieran una segunda oportunidad.  Soñó con un mundo justo  y solidario y describió como nadie los estragos que produce la insolidaridad, que conduce a cien, a mil años de soledad.

“Creo que el mundo debe ser socialista, va a serlo, y te­nemos que ayudar para que lo sea lo más pronto posible”.  Creencia que no le impidió ser crítico con el “socialismo real”, el no-socialismo de la Unión Soviética. “Ellos llegaron a esa forma del socialismo por experiencias y con­diciones particulares y tratan de imponer a otros países su propia burocratización, autoritarismo y falta de visión histórica”.

 “Pienso que los críticos que más han acertado [en referencia a Cien años de soledad] son los que han llegado a la conclusión de que todo el desastre de Macondo –que es también un desastre telúrico– viene de esa falta de solidari­dad, la soledad de cada uno tirando por su cuenta”. El mundo actual es un vasto Macondo, con pequeños islotes solidarios. Hay que destruir ese Macondo insolidario y construir una Utopía solidaria. Es lo que el propio Gabriel se atrevió a apuntar en su discurso de recepción del  Nobel aquel 8 de diciembre de 1982:

 América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental… Frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar 100 veces no solo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

 Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a 100 años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.