Hans

Hans Landauer, otro compañero que se nos va

Hoy mismo hemos recibido la triste noticia del fallecimiento de Hans. Que se suma al reciente fallecimiento de su compañero Gert. Ha sido un mes duro, pero su vacío deber ser llenado por nuestro compromiso de lealtad al suyo, al de todos ellos. Transcribo la carta de Ana Pérez de esta misma tarde del 20 de julio

Queridos compañeros:

Después de la triste noticia de la muerte de Gert Hoffmann, tengo que daros otra no menos dolorosa: esta noche ha fallecido mientras dormía nuestro muy querido amigo Hans Landauer. Con él desaparece el último superviviente austriaco de las Brigadas Internacionales. Quienes hemos tenido la fortuna de conocerle de cerca nunca podremos olvidar su inmensa humanidad, su espíritu de solidaridad sin fronteras y su constante lucha por la libertad, así como su gran trabajo de indagación y recopilación de datos para mantener viva la memoria de los voluntarios austriacos de las Brigadas Internacionales.

Salud a todos

Hans Landauer (1921-2014) fue miembro del batallón austriaco de la XI Brigada Internacional. Con 14 años, tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar. En junio de 1937, mintiendo sobre su edad, logró salir de Austria para venir a España a combatir junto a los republicanos. Pasó a formar parte del Batallón 12 de Febrero de 1934, dentro de la XI Brigada Internacional. Luchó en Brunete y en Aragón. Permaneció en España incluso después de la retirada de las Brigadas Internacionales y participó en la defensa de Barcelona. Tras la caída de Cataluña, cruzó a Francia. Allí fue internado en un campo de prisioneros y, más tarde, deportado al campo de concentración alemán de Dachau. Después de su liberación volvió a Austria y se hizo policía.

Este es un escrito de Hans sobre su periplo antifascista:

La supresión de la democracia en Austria en 1934 supuso un importante cambio en la vida de mi familia. Vivíamos en el campo, al sur de Viena. Mis dos abuelos eran alcaldes socialdemócratas en dos pueblos de la zona y fueron destituidos. Uno de mis tíos era secretario del sindicato y diputado del parlamento regional de Estiria, pero todo eso desapareció. Yo trabajaba desde los catorce años en una fábrica de tejidos de mi pueblo y era miembro de los Halcones Rojos, una organización que dependía de las juventudes socialistas y que también fue prohibida. Nuestra sede era una modesta barraca que fue clausurada por los fascistas austriacos. Nos dejaron como quien dice en la calle, y, a partir de entonces, continuamos con la actividad política en la clandestinidad, dirigidos por nuestro ex jefe, que apenas tenía 18 años. Nosotros teníamos catorce. Empezamos muy jóvenes.

Comenzamos la agitación política pegando pegatinas de las tres flechas, que era el símbolo socialdemócrata contra el fascismo, y pegatinas con el halcón rojo, que teníamos en abundancia. Entonces no existían los aerosoles, el arma que se usa actualmente para hacer pintadas, de lo contrario los hubiéramos utilizado. El triunfo del Frente Popular en España el 11 de febrero de 1936 nos llenó de entusiasmo, ya que durante la década de los 30, los triunfos electorales de la izquierda se habían convertido en rarezas. Después de esto nos afectó aún más el Golpe de Estado de 1936. La prensa reaccionaria de Austria, que era la única permitida, y el Gobierno fascista no ocultaron su simpatía por los rebeldes, pero nosotros permanecimos al lado de los leales. Las noticias nos llegaban por la prensa clandestina de izquierdas y, gracias a ella, pudimos saber la auténtica situación política y militar en la que se encontraba España. La información que nos llegaba no siempre era positiva: Franco avanzaba y muy pronto nos llegaron noticias de austriacos que habían caído en la defensa de Madrid. Esta prensa también tenía otra ventaja, y es que todos sabíamos que sus distribuidores habían montado una red a través de la cual se podía llegar a España. En la primavera del año 37, vino a vernos un amigo de mi abuelo que también había sido alcalde de un pueblo vecino. Traía una carta de otro amigo, Franz Haiderer, que estaba luchando en España con un batallón de artillería del Ejército republicano. En ese momento, decidí que yo también debía ir. No fui el único de mi pueblo que lo pensó. Yo era el más joven, pero en total éramos cuatro. Yo era el único que tenía pasaporte, ya que con catorce años había hecho un viaje en bicicleta a las montañas en Italia, a los Dolomitas.

El 18 de junio de 1937 me entrevisté con mi enlace y recibí la dirección de contacto en París. Era la dirección del café Grisón, en la rue d´Alsace. La contraseña era café au lait. Con ella recibí 150 chelines para un billete de tren de ida y vuelta de Viena a París. Había que comprar ida y vuelta para engañar a la policía de la frontera.

En París tuve algunas dificultades, pero la tarde del 20 de junio ya estaba sentado frente a mi enlace en el cuarto trasero del café Grisón. El comienzo de la conversación no fue muy prometedor que digamos. Cuando le enseñé mi pasaporte al enlace, que era un muchacho de unos treinta años, empezó a gritarme en el más cerrado de los dialectos vieneses: “¿Eres imbécil o qué? ¡No mandamos niños a España!” Entonces le mentí, le dije que ese no era mi pasaporte, sino el de mi primo, y que mi verdadero nombre no era Landauer, sino Operschall, que era el apellido de mi madre, y que no tenía 16 años, sino 18. Él no estaba convencido y me dijo: “Eres demasiado joven. Tienes que volver a Viena”. Sólo cuando le insinué que una posible repatriación y el consiguiente interrogatorio policial podían poner en peligro a la organización ilegal en Austria, cambió de opinión.

En París estuve un par de días más. Me alojaron en un hotel muy modesto de un barrio obrero. Tuve ocasión de visitar la Exposición Internacional y pude contemplar el Guernica de Picasso en el pabellón español. Luego salimos hacia Béziers, donde estuvimos un par de días. Nos dieron sardinas, pan, agua y vino. Al mediodía vinieron a buscarnos cinco o seis taxis y nos llevaron a Perpiñán. Allí nos reunimos en unos cafés de las organizaciones obreras, hasta que esa noche vinieron dos autobuses a por nosotros. Éramos unos cien hombres y nos subimos cincuenta en cada autobús. Cruzamos los Pirineos por la noche, con la ayuda de unos contrabandistas. Por la mañana ya estábamos en España, cerca de un pueblo llamado Maçanet de Cabrenys y, desde allí, unos camiones nos transportaron al castillo de San Fernando en Figueras. De mi llegada a España recuerdo dos cosas: el olor de las olivas, que era nuevo para mí, porque en Austria no teníamos olivos, y un enorme cartel que mostraba los cadáveres de unos niños alineados sobre el empedrado de las calles de una ciudad, no sé si sería Valencia, Barcelona o Madrid. Sobre ellos se veían las sombras de aviones de bombardeo con las cruces gamadas pintadas en las alas y, detrás, una vaga silueta de Hitler. Debajo se leía una frase que anticipaba la tragedia de Europa: “¡Hoy España, mañana el mundo!

De Figueras nos trasladamos a Valencia. Al llegar nos dieron cinco horas de descanso para visitar la ciudad y luego nos volvimos a subir al tren que nos condujo hasta Albacete. Durante el viaje, nos impresionó sobre todo la huerta valenciana y el entusiasmo con el que nos recibían en los sitios en los que nos deteníamos. En Albacete se encontraba el cuartel general de las Brigadas Internacionales, en lo que había sido antes un cuartel de la Guardia Civil. Allí entré vestido de paisano y salí convertido en soldado. Mi traje acabó tirado en un montón de ropa, y mi pasaporte fue sustituido por el carnet militar. Así, de golpe, me convertí oficialmente en soldado del Ejército Popular, de lo cual aún hoy me siento orgulloso.

Ese mismo día nos llevaron a Madrigueras, un pueblo al norte de Albacete donde comenzó mi vida militar. Todos los días hacíamos prácticas sobre el terreno. Hacíamos la instrucción entre los viñedos, porque allí las vides no eran como las de Austria, plantas trepadoras, eran pequeñas cepas que cubrían la tierra. Cada dos días, después de la siesta, teníamos que hacer prácticas de tiro, con balas de verdad, y con el fusil de infantería y la pesada ametralladora. ¡No era broma, con el calor que hacía en el verano de 1937 en España! Una de las cosas más desagradables fue que tuve que acostumbrarme a la comida española y al inevitable aceite de oliva.

En Madrigueras estábamos sobre todo soldados de lengua alemana. Antes habían estado ingleses y americanos, pero ya se habían organizado en todos los pueblos circundantes y nos habían repartido: los eslavos, en un lado; los de habla inglesa, en otro y los alemanes en Madrigueras. Mientras pasábamos el período de instrucción, tuvo lugar la batalla de Brunete. Dentro de la XI Brigada se encuadraba el batallón austríaco, que se llamaba ’12 de Febrero de 1934′. Contaba con muy pocos hombres. Había entrado por primera vez en acción en esa batalla y necesitaba refuerzos. De modo que, después de una instrucción de dos semanas, nuestro grupo acabó uniéndose a la compañía de ametralladores de este batallón en Quijorna. Allí escuché los primeros obuses y pasé mucho miedo. Decían que no teníamos armas, pero ése no era el problema. Teníamos fusiles y ametralladoras rusos, como la Maxim, pero una misma compañía o un batallón tenía armas de cinco calibres diferentes. Era algo increíble, impensable en un ejército moderno.

Después de Quijorna fuimos a El Escorial y a Collado-Villalba y de allí nos trasladaron en camiones hasta Alcañiz. Los últimos kilómetros los tuvimos que hacer andando, con los fusiles de ametrallador a cuestas, que eran muy pesados. Poco después empezó la batalla de Quinto, Belchite y Mediana. La XI Brigada de lengua alemana y la XV Brigada de lengua inglesa tomamos Quinto en dos días. Esto tuvo lugar el 25 de agosto y, cinco o seis días después, se produjo la contraofensiva de Franco. Nuestro batallón tenía que defender muy cerca del pueblo de Goya, Fuendetodos. En estos combates me hirieron en la mano. A los heridos nos transportaron con camiones de sanidad hasta la estación de tren de Híjar y viajamos en un tren sanitario. Los heridos graves iban en camilla y los más leves, sentados. Así llegamos al hospital de Benicassim. Allí estuve tres semanas, porque mi herida era profunda; casi me cortan los dedos. Cuando me reincorporé, la brigada estaba ya en segunda línea en Torralba de Aragón, entre Zaragoza y Huesca. Allí hicimos fortificaciones, ya que en estos frentes no había muchas trincheras. En el mes de noviembre enfermé de tifus. Hubo una epidemia que afectó a casi toda la división. Estuve en el hospital otras tres semanas. Un médico español que hablaba alemán me explicó que, cuando tienes tifus, la fiebre sube y baja haciendo picos. Decía: “Torres de iglesias, como las de Austria, así es el tifus”. Porque las torres de Austria son muy apuntadas.

Luego participé en la batalla de Teruel. Allí murieron el comisario político del batallón y bastantes compañeros austríacos. Posteriormente Franco comenzó su ofensiva, y eso constituyó la gran derrota del Ejército republicano en el Ebro. En mayo de 1938 se formó un nuevo batallón, el Batallón Especial de la 35ª División, donde hice de enlace, porque decían que corría como un conejo. Este batallón tenía cuatro compañías de ametralladoras y una de infantería. Cuando estábamos en la retaguardia, nuestra misión era hacer guardia en el Estado Mayor.

Yo, en esos días de calma, hice amistad con un campesino que vivía cerca del puesto de mando. Se llamaba Sancho. Un día me invitó a su casa y conocí a sus hijas. Una se llamaba María Teresa y tenía mi edad y la otra Juanita y era dos años más joven. Cada minuto, cada hora libre, los austríacos nos íbamos al pueblo a verlas. Éramos tres Franzs (Franz Marek, Franz Hahs y Franz Kukina) y yo, Hans. Nos gustaban mucho. Lo más cómico era que al otro lado de Marçá estaban los americanos y, entre ellos, había un grupo de argentinos. No sabíamos que MaríaTeresa ya tenía relación con uno de ellos. En la batalla del Ebro, Franz Hahs fue herido y enviado al hospital, Franz Marek falleció en la sierra de Pandols, y Franz Kukina sobrevivió, pero no supe más de él.

Cuando el 23 de septiembre los Internacionales se retiraron de los frentes, fuimos a Barcelona para la despedida. Los austríacos teníamos que coger un tren en la estación de Marçà que iba a tardar algunas horas en salir. Entonces fui a ver a María Teresa y me despedí de su familia. Me preguntaron por los tres Franzs. Yo les dije: “Marek cayó, el otro está enfermo en el hospital…” Nos despedimos con tristeza.

Pasaron cuarenta años y, después de la muerte de Franco, cuando volví por primera vez a España me fui directo a Marçà. Enfrente de la iglesia, en un banco de piedra, estaba sentado un hombre con una sola pierna. Yo le pregunté: “¿Dónde ha perdido usted su pierna?” Y me dijo: “En Teruel”. Yo comenté: “Entonces usted era soldado republicano“. “Sí”, contestó. “Yo tam- bién”, añadí. Le pregunté si esa era la casa de Sancho y me respondió: “Sí, esta es.María Teresa se casó con un argentino y vive seis meses en Argentina y seis en España. Viene todos los años”. Le dejé una tarjeta al vecino y esas Navidades, en Nochebuena, recibí una carta de Argentina. “Querido Hans: Hemos oído que nos buscabas. Nos veremos el año próximo en Marçà”. Y así fue. Desde entonces, nos vemos cada año.

Hay días que uno recuerda el resto de su vida. Para mí uno de ellos es el de la despedida de las Brigadas Internacionales en Barcelona. Fue una cosa extraordinaria. Luego me enteré de que Agustí Centelles, un fotógrafo español, me había hecho una fotografía ese día. La vi cuando estaba en un campo de prisioneros francés. El periódico no era mío y no lo pude conservar.

Cuando se retiraron las Brigadas Internacionales, me quedé con un grupo de compatriotas. Estuve en el segundo ataque en la defensa de Barcelona y, por último, en las continuas batallas en la retirada y huida, hasta que alcanzamos la frontera francesa. El 9 de febrero de 1939 devolví mi fusil en el paso fronterizo de Port-Bou. Tuve suerte, porque fui de los pocos que salieron vivos de España y sin heridas graves.

Al cruzar la frontera, me internaron en los campos de prisioneros franceses. Primero en Argelès sur Mer  y luego en Gurs. De allí fui deportado al campo alemán de Dachau. En 1945, después de la liberación, volví a Austria, me casé y tuve un hijo, al que puse de nombre Prisciliano, en honor a un asturiano de Mieres que compartió conmigo los sufrimientos de los campos de concentración. Empecé a trabajar en el Cuerpo de Policía de Viena, hasta que me jubilé. En el año 1948 abandoné la militancia del Partido Comunista, al que me había afiliado en España.

No me arrepiento de haber estado en España en aquellos momentos. No me lo hubiera perdido por nada del mundo. Para mí fue una escuela para la vida donde aprendí lo que es la camaradería y la solidaridad. Me siento orgulloso de haber hecho la guerra al lado de los republicanos y de que nunca llevé el uniforme del Ejército alemán. No soy un patriota de Austria, soy  antifascista, y sé que entre los alemanes hay muy buena gente, pero estoy orgulloso de no haber llevado nunca ese uniforme que oprimió a Europa y con el que se mató a tanta gente.