Un belga y un holandés en el Centro de Reeducación de Mahora
Novedades sobre el Centro de Reeducación de Mahora
A pocas semanas de publicar un artículo sobre este tema, han sobrevenido otras informaciones que complementan la visión de este centro de asistencia social y médica a los voluntarios internacionales que habían quedado mutilados o lesionados por heridas de guerra. Son informaciones interesantes porque se refieren a dos voluntarios (uno belga y el otro holandés) que trabajaron más en los servicios de retaguardia que en el frente, y ambos convergieron en el Centro de Reeducación de Mahora.
Las fuentes son diferentes: en el caso del voluntario belga (François Derwael) proceden de la mujer española con la que se casó y vivió hasta su fallecimiento; en el caso del holandés, provienen del libro Holandeses bajo el mando de Hollander Piet en España, de Gerard Vanter (alias de Gerard van het Reve), un periodista y comunista que lo publicó en 1939. De este último hemos sabido a través del proceso de traducción al español que se está haciendo y que podrá terminar en la publicación del mismo.
François Derwael
Hace unos día llegó la publicación de un díptico del Ayuntamiento de Madrigueras en el que se convocaba, para este mes de octubre, un homenaje a las BI con motivo del 89º aniversario de su llegada a Madrigueras.
En él se hacía referencia a dos personas muy ligadas con la población: Rosa García “de Quinti” (Madrigueras) y el brigadista belga François Dervoir Aller que se unieron en matrimonio en 1937. En el díptico se transcribían varios párrafos del libro de Caridad Serrano, Recuérdalo tú, publicado en nuestra web en formato pdf . En la información se refería a François como uno de los sanitarios que trabajaron en el Centro de Reeducación profesional de Mahora.
Esto nos animó a investigar más sobre el tal François Dervoir Aller, pero el trabajo nos llevó a pensar que este nombre no era exacto. Consultando en varias fuentes, sobre todo en el RGASPI, pudimos constatar que el nombre real de este voluntario belga era el de François Derwael, Tal como consta en esta lista sacada del RGASPI.
Poco a poco fuimos sabiendo algo más de él: había nacido en Jemeppe sur Meuse (localidad cercana a Lieja, Bélgica), en 1900 ó 1909 (hay dos fichas en el RGASPI con fechas contradictorias: en una se deduce que nació en 1900 y en la otra en 1909). Cursó estudios de Medicina, pero debió de abandonarlos por cuanto en una de las fichas se dice que trabajó dos años como oficinista. Sería entonces cuando, al estallar la guerra de España, se aprestó muy temprano a unirse al torrente de voluntarios que vinieron para ayudar a la defensa de la República democrática española. La ficha dice que llegó a España el 11 de octubre de 1936.
Parece, según el documento mencionado, que fue asignado al Batallón Thälmann como Jefe de Sección y como tal participó en los combates de la Ciudad Universitaria y luego en Boadilla. No se sabe cuándo, debido a sus conocimientos sanitarios, fue afectado al Servicio Sanitario del Batallón Thälmann. En Murcia, donde se recomponía su batallón y el resto de la XI BI tras la batalla de la carretera de La Coruña, fue nombrado Teniente el 2 de febrero de 1937, pero esta vez sobre la lista del Batallón Comuna de París (Dumont). Pudo marchar al Jarama pero, de ser esto cierto, pronto cayó enfermo de tifus. El 12 de febrero ingresó en la enfermería de Madrigueras.
Fue en ese tiempo cuando conoció a Rosa García Navarrete, una joven del pueblo de su misma edad y se enamoraron. El 12 de marzo se casaron en Albacete. François entonces pidió un permiso para naturalizarse español. En la ficha dice que en marzo de 1938 pasó por la Comisión Médica, pero probablemente fue en marzo de 1937. Entonces fue asignado a Servicios Auxiliares en la Retaguardia. Primero lo enviaron a prestar servicio en el hospital Villanueva de la Jara, recién abierto, pero enseguida lo trasladaron a Mahora, donde trabajó en el Centro de Reeducación Profesional. Su mujer Rosa dice que François lo fundó (¿?).
Cuando, en abril de 1938, cerró la Base de Albacete y centros adyacentes, François marchó con todos los demás brigadistas a la zona catalana. El Mayor Bart, le reclamó como pagador para el campo de entrenamiento de la XIV BI, ubicado en la provincia de Tarragona (¿Cambrils?).
Tras la retirada de las BI esperó unos meses en los centros de desmovilización, entre ellos –afirma Rosa– el de Olot (¿?). Cuando estaba a punto de pasar a Francia, se lo pensó mejor y decidió volverse a Madrigueras con su mujer… a pesar de ser advertido del riesgo de ser ejecutado por haber estado en las BBII, él dijo: “Si por lo que he hecho en España merezco morir, acepto mi suerte”.
Volvió andando desde allí a Madrigueras, fue apresado y condenado a muerte. Sin embargo, gracias a las gestiones del cura don Daniel y de su cuñado Simón, que era sacristán, se le conmutó la condena y fue desterrado a Navas de Jorquera, con lo que podía venir al pueblo.
Rosa García Navarrete (Rosa “de Quinti”) había nacido en Madrigueras en 1908. En 1937, cuando tenía 28 años, se casó con François Derwael. Esperó tranquilamente en el pueblo hasta que regresó François y fue detenido. Gracias a sus gestiones su marido pudo salvar la vida pero fueron desterrados a Navas de Jorquera, un pueblo situado a 9 km. Allí tuvieron que vivir, dedicándose François al oficio de pintor y, ocultamente, cuando se lo pedían a cuidados sanitarios, como poner inyecciones. Siempre tenían que tener la documentación a mano ya que los controles y registros eran frecuentes. No tuvieron hijos. François murió en el año 1954 y Rosa en 1999. Sin embargo, para regularizar su situación su mujer hubo de nacionalizarse belga. Así pues, Rosa era una belga que nunca salió de España.
El siguiente texto es la transcripción hecha por Caridad Serrano en su libro Recuérdalo tú, que contiene varias entrevistas a personas de Madrigueras, entre ellas la de Rosa “de Quinti”, el nombre con que se le conocía por ser hija de Quintiliano. Su domicilio en Madrigueras era el de Calle del Olmo, 16, tal como aparece en el documento del RGASPI: Mme. Derwael.
“Mi marido venía en la Cruz Roja… Cuando el bombardeo de Albacete[1] yo no me había casado aún. Cuando nos casamos estuvimos en Albacete dos meses, en la Gota de Leche. Él allí como empleado. Nosotros, después de casarnos, estuvimos en Mahora y él fundó allí un hospital maravilloso. Un hospital que estaba en la casa de la mujer de don Luis Navarro. Se hizo el hospital en donde eran unas cuadras y ellos lo arreglaron y pusieron camas y aparatos, que luego, por cierto, al terminar la guerra, todo desapareció. ¿Cómo desaparecerían, que había allí de aparatos ortopédicos y de todo, una barbaridad? Todo moderno. Mandaban los aparatos yo no sé de dónde. Mi marido era el organizador. Yo no sé a dónde los pediría. Y todos los enfermos de los alrededores del pueblo iban allí. Medicinas gratis. Era que los que venían por ejemplo, heridos, si tenían una mano estropeada, había aparatos para darles rehabilitación. En el hospital de Mahora atendían también a la población civil, no era solo para ellos. Aquí no venían heridos, venían a rehabilitarse. En la casa del marqués de Mahora tenían talleres en donde trabajaban los inválidos. Tenían máquinas y aparatos para rehabilitación. Todo se destrozó después.
Por la noche salía la patrulla y precisamente los mandaban donde había gente a quienes podían hacerles algo. Hacían la ronda por allí y el personal estaba con ellos… Porque no hacían una acción fea. Luego después vinieron los españoles y ya no podían salir las muchachas a la calle.
Mi marido se hacía de querer. Después de la guerra estuvo preso. Se lo llevaron a La Guardia, en Pontevedra, y daba clases de francés a los presos. Estuvo un año en la cárcel. Él pidió un abogado cuando lo juzgaron. Encontró un abogado que sabía francés. Aun así, le echaron pena de muerte, pero luego le rebajaron la pena y salió enseguida… Con él viví 17 años, hasta que murió. Después ya me quedé viviendo en las Navas. Cuando yo llegué a las Navas, decían:
– Esa es la mujer del médico belga.
Él nunca dijo que era médico, nunca, nunca. Ahora, eso, no podía tener nada. Si le regalaban una botella de vino, al primero que pasaba: “vente”. Si había allí amigos, el primer paquete de tabaco, el suyo. Y a veces no tenía los diez reales para comprarlo. No te creas, que así, así.
Fuimos a las Navas para ocho días y he estado allí 40 años. Fuimos porque él se hizo pintor y además ponía inyecciones. Tenía un botiquín, pero era gracioso, a veces no cobraba. Entonces pagábamos 30 duros al año por la casa. Él era feliz en España. Podía haberse ido, porque estaba en Olot cuando se fueron todos, pero se quedó en España sabiendo lo que le iba a pasar… Mi marido fue pintor y pintó mucho en las Navas, casi todo el pueblo. Si yo empiezo a contar mi vida, ¡tantas cosas, tantas cosas! Mi marido iba mucho a Tarazona y a las Navas a pintar.
Ponía las inyecciones maravillosamente. En las Navas había una señora que le mataron en la guerra al marido y al suegro… Cuando nos vieron creo que esta señora dijo no sé qué de él. No me extrañaba, pero él no tenía la culpa, los mataron los del pueblo, ¿Qué culpa tenía él? Y luego esta señora se puso enferma, bueno, estaba ya enferma y su hermano, que era médico, no le podía poner las inyecciones porque no le encontraba las venas. Y estaba entonces mi marido pintando la iglesia, que ya se enredó y pintó todo el pueblo. Estaba haciendo el letrero de los que habían muerto, en la puerta de la iglesia y el padre de esta señora fue llorando: “Que por favor, que fuera a su casa…” Esta señora tenía dos o tres enfermedades y se hinchaba, como no orinaba. Mi marido le dijo:
– Mire usted, yo no puedo ir, porque no tengo autorización, vaya usted a hablar con el alcalde.
Porque es que precisamente antes se había puesto mala la madre del alcalde y el médico no sabía el hombre lo que tenía que hacer, ni Dios que lo pensó. Y fue el alcalde y le dijo a mi marido:
–Mire usted, Fransuá,[2] que mi madre está mala y hay que ponerle el suero.
Tenían que ponerle el suero y Fransuá fue, le puso el suero y la mujer se apañó. Y vuelvo a lo de antes. Fransuá le dijo al padre de la mujer que te decía:
–Mire usted, yo no puedo, porque no tengo autorización.
Es que mi marido no pidió ningún título en su tierra, se conoce, no lo sé. El caso es que entonces fue el padre de la mujer a hablar con el médico, y don José Juan, que así se llamaba, dijo:
–Esta mujer está mala y le he dicho yo que vaya bajo mi responsabilidad.
Y fue, vamos, fuimos, porque yo tenía que ir con él. Y al ponerle la inyección, dijo la mujer:
–¡Manos de ángel!
Había otra muchacha que tenía 15 años y ya la habían desahuciado los médicos, y fue el padre:
–¡Ay, Fransuá, que mi Ana está muy mal!
Y dice Fransuá:
–Yo no puedo hacer más que poner estas inyecciones, sólo ponérselas, si usted puede comprarlas. Son caras.
Y dice el hombre:
–Yo sí puedo. Vendo el gorrino o vendo lo que sea.
Eran unas inyecciones que se llamaban Coronil, que estaban en unas ampollas como si fueran de oro. La muchacha se apañó. Bueno, cosas así.
Hacía comidas de su tierra, sí. Hacía arroz con leche muchas veces. ¡Hacía unas tortas! Como la Casilda del horno estaba allí al lado de mi casa, se iba y se traía masa de pan y hacía un pan con pasas que estaba muy bueno. Luego, hacía unas tortas y les metía carne de bote, esa carne que ellos traían en unos botes y las llevaba al horno. No le gustaba el aceite, como ellos tenían costumbre de la mantequilla. Pero luego ya sé acostumbró al aceite y le gustaba muchísimo.
Después de todo, mira, tuve suerte. Porque yo he estado con él muy libre, más libre que otras mujeres. Me ha permitido cosas que a otras mujeres no se les permitían. Mira, nosotros, a todos sitios juntos. Nos casamos y a todos sitios. Al bar. Si eran las 4 de la mañana, yo jugaba con los hombres.
Cuando en aquellos tiempos, aún, a la Sagrario y a la Candelaria las llevaban del brazo, pero en los demás matrimonios no se hacía eso. Nosotros siempre del brazo, siempre, siempre. Luego, si quería arreglarme… si yo quería ponerme una flor, una flor. Un lazo, un lazo. No decir nunca: “¿Por qué te pones eso?” Cuando veo la moda de ahora me acuerdo más de él, porque él tenía una gana de que me hiciera un vestido así, la mitad negro y la otra mitad blanco. Y ahora, cuando veo una cosa parecida, digo: “Mira, se quedó con la gana de eso”. Pero, eso sí, un traje rojo para una fiesta de un baile lo tenía. Por ejemplo, venía mi Concha y en dos minutos me hacía un vestido para el baile, largo. Y cosas así.
Lo que he querido. Yo no he notado que he estado casada porque en mi casa he hecho lo que me ha dado la gana. Yo era la pequeña de mi casa y mi Concha era la mayor y yo no hacía nada. Mi marido no era machista ni autoritario. Lo que he querido. No decir nunca: ¿Para qué te has puesto eso? Íbamos al baile, que le gustaba mucho bailar. Él decía que por qué él se iba a tomar una cerveza y yo no podía tomármela. Que yo tenía el mismo derecho que él. Pues eso digo, que después de todo, yo como lo hice con buena intención, porque yo no lo hice ni por esto ni por lo otro, más que yo vi que era un hombre así, apocado. Y a los dos días, como cuando se le echa aceite al candil, igual. No es lo mismo decirlo que haberlo visto…”
Jan Cornelis Auceps
En el libro de Gerard Vanter el capítulo 7 se titula La historia de un carpintero. Está dedicado a la figura de este voluntario comunista que se había dedicado en los años 30 a facilitar el paso de Alemania a Holanda a los fugitivos del nazismo. Había nacido en Amsterdam en 1901 y su oficio era el de pintor, aunque también se dedicaba a la carpintería. Tenía tres hijos, y en septiembre de 1937 marchó a España en auto-stop.
A comienzos de octubre del 37, cruzó los Pirineos tras una marcha de 14 horas. Se alojó en la fortaleza de Figueras durante unos días hasta que fue trasladado en tren; fue, dice, “un verdadero desfile triunfal”. De Albacete fue en camiones hasta Madrigueras, que “nos recibió con extraordinaria calidez.” Hizo la instrucción en la 4ª Compañía del Batallón de Instrucción de la XI BI. Pero a las pocas semanas fue seleccionado junto a otros voluntarios por Otto Bruner, entonces jefe del Batallón, para solucionar los numerosos problemas de que adolecían las instalaciones de la Base de Madrigueras. Al terminar los trabajos, se presentó en Albacete para ir al frente, pero el mando le nombró “responsable” de la sección de carpintería de la Escuela de Reeducación Profesional de Mahora.

El trabajo de Auceps en Mahora
Relata Jan C. Auceps:
“Una Escuela de Reeducación es una escuela donde se enseña un nuevo oficio a los camaradas inválidos. Por ejemplo, aquellos que antes de la guerra civil eran campesinos, pero que ya no pueden trabajar en el campo por haber perdido una mano, un brazo, un pie o una pierna, reciben formación en oficios donde la máquina realiza la mayor parte del trabajo. Así me convertí en responsable de un taller de carpintería, donde debía instruir a unos 40 camaradas inválidos. Todo lo que se producía allí era completamente práctico, y principalmente destinado a hospitales. Desde los muebles más sencillos hasta los más complejos eran fabricados en nuestro taller: mesas, sillas, armarios, carritos de ruedas, muletas para los camaradas que habían perdido una pierna, cucharas de madera para ungüentos, camillas para los frentes, botiquines… en fin, demasiado para enumerar. A esta escuela también estaban vinculados un taller de zapatería, uno de sastrería, un taller de tejido de alambre (en esta sección se tejían modelos de brazos y piernas con alambre, en los que luego descansaban los miembros gravemente heridos, cubiertos de yeso), una herrería, una velatería, un taller de pintura y una escuela de dibujo.

Voluntarias de Mahora y brigadistas en el Centro de Reeducación de Mahora
Este trabajo tenía un enorme significado, tanto para la comunidad como para el paciente, quien, gracias a este trabajo físico, no se sentía un inútil y así evitaba hundirse mentalmente. Con amor, estos jóvenes se entregaban a la tarea que se les había encomendado. Uno quería rendir aún más que el otro. ¡Y qué espíritu reinaba allí! El sentimiento de solidaridad era inmenso.
Las autoridades gubernamentales responsables realizaron un estudio especial de nuestra escuela y habían implementado un sistema de premios. Quien lograba los mejores resultados recibía una recompensa, que variaba entre 1 y 4 paquetes de cigarrillos al mes. Pero cuando llegaba el día de los premios, todos los ganadores entregaban sus paquetes al responsable para que fueran distribuidos entre todos los compañeros que trabajaban allí, y lo hacían con tal convicción que realmente impresionaba.
Anteriormente, el edificio donde se alojaba todo esto era una mansión perteneciente a un ‘inhumano’ en el sentido más estricto de la palabra. Este ‘Señor’ era el dios supremo de aquel pueblecito. Dos mil familias eran, en el pleno sentido de la palabra, sus esclavos, explotados de manera tan miserable que no se puede describir con palabras. Al igual que en Madrigueras, allí también había una fuente común que era supuestamente propiedad de ese bandido. La gente tenía que pagar por el agua que usaba, incluso por el agua que bebían las mulas. Cuando la población finalmente se deshizo del yugo insoportable y el noble intentó resistirse, perdió la vida. Este señor disponía de una riqueza inaudita. Miles de hectáreas de tierra eran de su propiedad personal.
Además del trabajo cotidiano, también se hacía muchísimo trabajo cultural. Todos los días, los analfabetos estaban obligados a asistir a la escuela, donde aprendían a leer, escribir y hacer cálculos. Una imagen que siempre me quedará grabada en la memoria: esa clase con alumnos de edades que iban desde los 18 hasta los 50 años. ¡Y la seriedad con la que se absorbía el conocimiento!
Y de repente… llegó la mala noticia. Los fascistas estaban a punto de romper el frente. Y como el gobierno no quería correr ningún riesgo, todos fuimos transportados —heridos y personal— a lugares más seguros al norte del Ebro. Formamos parte de un tren hospital con 1.200 pacientes. Fue un viaje espantoso. Durante todo el trayecto, existía en cada momento el peligro de ser atacados por bombas fascistas. No existe diccionario que contenga una palabra capaz de describir la bajeza, la barbarie, la inhumanidad de esos criminales fascistas, que ni siquiera respetaban un hospital.”
Trabajo en la Zona Catalana de la República
“Un suspiro de alivio recorrió a todos cuando entramos en la estación de Barcelona. Desde allí seguimos hacia el pueblito de Mataró, donde fuimos alojados en un antiguo Colegio. Con mucha improvisación, este edificio fue transformado en pocos días en un hospital, como se pudo. Yo estuve allí solo dos días, porque fui enviado, junto con algunos otros, a Farners de la Selva.
Allí, en Farners de la Selva, me encontré con el caso más difícil de toda mi estancia en España. Un coche nos llevó a lo que a primera vista parecía un palacio casi terminado. Pero al observar con más detalle, se veía que aún faltaba mucho. Por ejemplo, no había escaleras, ni rastro de luz ni agua. Este edificio nos había sido donado. No había pasado ni una hora cuando ya llegó un transporte con heridos. Aprovechando lo que había, transportamos a nuestros compañeros por escaleras de madera de obra a los distintos pisos.
A diez minutos se encontraba un antiguo hotel. También fue requisado para albergar a los compañeros heridos. Hasta hoy me pregunto cómo lográbamos mantenernos. Lo primero que tuve que hacer fue construir una escalera de emergencia. Por suerte, todo el material para terminar el edificio ya estaba disponible. Con las pesetas que reunimos entre nosotros, compré un martillo, una sierra y una paleta, y trabajé durante 48 horas seguidas hasta que logré terminar la escalera. Pero tuve la satisfacción de mi trabajo: los compañeros no tuvieron que quedar encerrados, y de eso se trataba.
Poco a poco, todo empezó a tomar cierta organización. A pesar de cientos de incomodidades, podíamos decir que los pacientes volvían a recibir el tratamiento adecuado. Y esa es la mejor recompensa por el trabajo realizado, que me dio más satisfacción que todo lo que había hecho antes en mi vida. Porque era un trabajo al servicio de la lucha contra el fascismo, al servicio de la Libertad.”
Después de la guerra
Al regresar a Holanda, Auceps continuó con su trabajo clandestino. Fue arrestado por participar en la Huelga de Febrero de 1941 y enviado, junto con muchos camaradas del PCN, a diversos campos. Auceps acabó en el Campo de Amersfoort. No se tienen datos de los años posteriores. La vida para los comunistas se iba haciendo muy difícil en el clima de la guerra fría y finalmente, en los años 60, decidió ir a Yugoslavia. Ahí se pierden las informaciones.
[1] Se refiere al más importante bombardeo de la Legión Cóndor realizado el 19 de febrero de 1937, que causó números muertos y heridos y en el que los voluntarios internacionales prestaron una ayuda encomiable. Antes y después se realizaron otros bombardeos que pretendían agredir a los centros organizativos de las BI y también minar la moral de la población.
[2] En el libro de Caridad Serrano, el nombre François aparece tal como suena en castellano: Fransuá. Respetamos la grafía.
