Base Albacete 2

El segundo desmantelamiento de Babel

Desde octubre de 1936 Albacete se convirtió en una segunda Babel. Miles y miles de jóvenes provenientes de todo el mundo llegaron a esta ciudad y a los pueblos del norte de la provincia y del sur de Cuenca (ver mapa aquí) para recibir un sumario entrenamiento que les medio capacitaría para integrarse en las Brigadas Internacionales del Ejército Popular de la República. Ernesto Sábato (leer al final) evoca con emoción este insólito hecho multicultural. Pero la Base de Albacete duró solo 18 meses… 

A primeros de abril se conmemora el 76 aniversario de desmantelamiento de la base de las Brigadas Internacionales de Albacete. La orden, dada por André Marty a la vista de la crítica situación provocada por la ofensiva franquista (iniciada el 8 de marzo de 1938, concluyó el 15 de abril con la temida partición de la zona republicana) permitió salvar todo lo posible para instalarlo en la zona catalana. En realidad, el proceso de traslado a la capital catalana ya se había iniciado tras el cambio, en octubre de 1937, de la sede del Gobierno republicano de Valencia a Barcelona, tal como explica en su documentado trabajo el historiador y brigadista polaco Seweryn Ajzner.

En pocos días, en algún caso en horas, los jefes de las distintas bases de entrenamiento e instrucción de los batallones internacionales tuvieron que recoger armamento, documentación, vituallas, vestimentas, equipos médicos, etc. para trasladarlo todo con urgencia en camiones o trenes militares a la nueva base de Horta, al noroeste de Barcelona capital. Los escasos efectivos existentes en las bases, algunos centenares de españoles y extranjeros, fueron llevados a Cataluña y distribuidos en los nuevos acantonamientos que se estaban formando tras la gran “retirada” causada por la ofensiva franquista en Aragón. Más delicado fue el traslado de los numerosos heridos y enfermos que, dispersos por distintos hospitales internacionales, fueron transferidos a los nuevos hospitales creados en Cataluña. Sobre este tema ofrecemos un novedoso testimonio escrito por el voluntario Karl Popp.

Acabó así una presencia insólita en la provincia manchega que había durado desde octubre de 1936.  Durante esos meses pasaron por la capital y los pueblos limítrofes  más de 35.000  voluntarios venidos de todos los rincones del mundo. Si este cuerpo de voluntarios fue importante para el devenir de la guerra, sobre todo en los primeros meses de su actuación, no menor fue el impacto humano que produjo en el paisaje y paisanaje de la provincia. La provincia, que hasta entonces había estado al margen de la influencia foránea, se convirtió de pronto en un microcosmos planetario, la Babel del siglo XX.

Se puede leer aquí el trabajo de Seweryn Ajzner. Antes podemos leer las sensaciones que Ernesto Sábato experimentó cuando, ya al final de su vida, hizo una visita urgente a Albacete.


Sabato visita Albacete

de España en los Diarios de mi vejez. 2004

Hay lugares que uno comienza a disfrutar antes de llegar. Se saborea de antemano su aroma, su gen­te; por viajes anteriores que han dejado impresiones grabadas en nosotros; por experiencias que hemos recogido en sus calles; por encuentros, o desencuen­tros, por personas que hemos conocido, por atmós­feras o colores que se fueron imponiendo al caer de una tarde. Algunas ciudades, por intensas, parece que nunca las hemos abandonado.

… Pero nada había escuchado de la ciudad de Alba­cete, salvo un comentario soez que decían en Madrid. Nadie me había mostrado que Albacete es sinónimo de heroísmo, que fue Albacete el Cuartel General de las Brigadas Internacionales.

En aquellos convulsos años en que los totalitaris­mos arrasaban Europa, decenas de miles de jóvenes va­lientes y abnegados, desde los más recónditos lugares del mundo, vinieron a luchar a esta tierra sin pedir nada, con el solo coraje de su fe y de su decisión. Lle­gaban a esta ciudad para luchar por la libertad de un país que no era el suyo, ubicado en un lugar del mun­do que ni podrían quizá señalar bien en un mapa, y del que tampoco conocían su idioma. Pero sí tenían una lengua en común, aquella con que los hombres son lla­mados a comprometerse en la vida de los pueblos.

Quienes vivieron esos años cuentan que en los bares, en los hoteles, en las calles, podían oírse todos los idiomas y dialectos. Y ahora, mientras escribo, imagino aquella conmovedora Babel de hombres y naciones congregados bajo un mismo ideal, alentados bajo la portentosa admonición de la Pasionaria: “¡Que España se convierta en la tumba del fascismo!” Aquella quijotesca y demencial decisión, “¡No pasa­rán!”, se alzó como una inexpugnable fortaleza en sus corazones.

Me estremeció el alma recordarlo esta tar­de, en esta ciudad, en este lugar de La Mancha. Llegué fatigado, pero me reanimé de inmediato frente a los retratos que se hallan colgados en el vestíbulo del hotel. Observé las fotos de esos hombres en­fundados en viejas gabardinas, con boinas y fusil en la mano. Grupos de combatientes perfectamente encua­drados, marchando hacia los frentes de batalla. Otras muestran a varios soldados compartiendo un cigarri­llo; conversarían, tal vez, de las terribles experiencias vividas en el frente, de sus dudas, sus ansiedades, los inevitables temores; pero también habrán compartido canciones y aquel español de trinchera con que uno a otro se debieron de dar entusiasmo, temblando. Al­gunos, muchos, habrán perdido las esperanzas, se habrán sentido tentados innumerables veces a regresar a su país, y otras, a seguir luchando en defensa de Es­paña.

Me conmovió la foto de un muchacho. Por cier­tas facciones supongo que ha de haber sido italiano; tiene un aspecto a la vez tierno y obcecado. En ese momento tendría unos veinte, veinticinco años tal vez, pero en su rostro ceñudo y silencioso se aprecia ya la gravedad de esos rasgos que suelen llegar con los años. Me pregunto que habrá sido de el, que expe­riencia de combate pudo haber tenido, probablemen­te ninguna, porque muchos de aquellos jóvenes he­roicos, “voluntarios de la libertad” como aun hoy se los sigue recordando, en su vida no habían tenido ja­más un fusil en la mano. Pero estaban ahí con la sola convicción en aquellos ideales, y un corazón dispues­to a enfrentar la muerte.

¡Qué infiernos inenarrables habrán visto esas miradas! ¡Qué historias se contarían para contrarrestar el desaliento que debió de desplomarse sobre ellos cuando el agua empezó a escasear, cuando se entera­ban de las numerosas bajas, cuando el terror debió de corroer aquel fervor antifascista, cuando empezaron a advertir que sus armas eran escasas e inadecuadas. Cuando creyeron ver que sus nobles ideales caerían sobre aquella tierra seca y desolada.

André Malraux me contó, ya un poco encorvado por los años y las desdichas personales, del heroísmo con que enfrentaron, con apenas unos cachivaches, a las poderosas máquinas con que los nazis y fascistas dominaban el cielo de Castilla. Malraux, que jamás es­tuvo ausente en las encrucijadas más graves: la convul­sión china, la Guerra Civil española, la Segunda Gue­rra Mundial, la Resistencia y la Liberación. No sólo con sus ideas, claro, sino con sus pasiones y su propio cuerpo.

La desinteresada entrega de aquella generación de hombres y muchachos fue algo absoluto. A pesar de las dificultades, producto de su preca­ria organización, aquellos improvisados soldados lle­varon a cabo una gesta heroica. Junto a ellos estuvie­ron Simone Weil, Hemingway, el propio Malraux y tantos otros.

Por la tarde me vino a buscar Martínez Cano jun­to a Carmen Ramírez; y con ellos fuimos andando hasta el auditorio del Ayuntamiento, frente a la plaza de la Catedral. Una multitud se dejó contagiar por mi sentimiento de veneración hacia los héroes. Fue inolvidable.

¿No decía Camus que aquellos que hoy lu­chan por la libertad vienen a combatir en última ins­tancia por la belleza?