La sanidad de las Brigadas Internacionales. A propósito de la foto del Dr. Kiszely y de Gerda Taro

Hace una semana apareció en twiter una foto aportada por John Kiszely, general retirado del ejército británico. La foto es de su padre, el doctor húngaro de las Brigadas Internacionales Janos Kiszely, atendiendo a una mujer herida o quizá muerta. El debate se abrió sobre la identidad de dicha mujer, que rápidamente se identificó con Gerda Taro, tanto por su parecido físico como por los datos (algunos erróneos) escritos en el reverso de la foto. Cabe decir que el biográfo de Gerda, Fernando Olmeda, alberga sus dudas sobre esta hipótesis, dudas que expresó en un artículo en Nueva Tribuna.

Entre los que defiende la identidad de Gerda Taro están nuestros amigos Ernesto Viñas y Svens Tuytens, de Brunete en la memoria, así como Alfonso del Barrio, editor de la Revista FV, que publicó un largo artículo en un número del año 2017. El debate parece zanjado desde que TVE emitiese una entrevista en inglés que se archiva en el Imperial War Museum de Londres. En ella Kiszely afirma que atendió a Gerda, aun sin conocer su trayectoria.

Lo cierto es que, como ya advirtió Del Barrio, la foto no es nueva y había aparecido en La sanidad de las Brigadas Internacionales, libro publicado en 2006 por nuestros compañeros del CEDOBI. Pero no tuvo el impacto social que esta misma foto ha provocado en twiter. Y siempre es importante que por una causa o por otra se recuerde a los españoles e internacionales que combatieron al fascismo por primera vez en campo abierto, dando un ejemplo al mundo entero. Gerda Taro es, junto a tantas otras valientes mujeres y hombres, una más de la larga lista de voluntarios que fueron fieles a sus ideales de paz, de libertad y de justicia por los que dieron su vida y marcaron una senda de compromiso en la lucha por alcanzarlos y preservarlos.

 El Dr. Janos Kiszely

Ahora bien, en la foto aparece el médico Janos Kiszely, sobre el que vamos a aportar algunos datos. En primer lugar copiamos el resumen que proporcionó su hijo John y que apareció en Twiter:

Mi padre era húngaro y se formó como médico en Budapest. Mientras se especializaba, decidió irse a España con la Cruz Roja Internacional y sumarse a las Brigadas Internacionales. Estuvo allí desde enero de 1937 hasta el final de la guerra. Hungría tenía entonces un gobierno de derecha radical cercano a la Alemania de Hitler, así que él ya no era bienvenido en su propio país. En España hizo amistad con un grupo de británicos y decidió irse a Escocia con ellos. Se convirtió en un refugiado por haber ayudado a los combatientes españoles republicanos. Pero así es como conoció a mi madre.

Algo más extensa es la ficha biográfica que aparece en los Archivos Estatales Rusos (RGASPI), en la que se precisa que nació en 1909 en la localidad de Békéscsaba, junto a la frontera oriental de Hungría con Rumania. Su familia pertenecía a la pequeña burguesía, lo que le permitió cursar la carrera de medicina que terminó en 1935. Hizo el servicio militar y se especializó en la medicina militar, alcanzando el grado de teniente.

En febrero de 1937 viajó por su cuenta desde Budapest a Marsella a través de Zagreb, Trieste y Milán. En Marsella contactó con el consulado español, quien le dio el visado para entrar en España por Figueras. Según la ficha del RGASPI fue al frente del Jarama con la 35ª división, pero los datos que aparecen después en la ficha no concuerdan con los que disponemos. Como miembro de la 35ª división, habría acompañado al equipo médico de esta (dirigida por el general Walter) en las batallas de La Granja, Brunete y posiblemente Belchite y Teruel. Luego, a partir de mayo de 1938, el mando de la 35ª división pasó a Pedro Mateo Merino y Kiszely estuvo adscrito al hospital de Mataró durante la batalla del Ebro. Durante esta estancia tuvo algún problema con el servicio de investigación militar por tomar fotos en Port Bou y en Barcelona, lo que le hacía sospechoso de espionaje. La propuesta que aparece es la dejarle en su puesto hasta que se aclare el asunto y/o repatriarle. Esto no era infrecuente en el Ejército republicano (como en cualquier otro ejército en guerra) ya que la epidemia de espionitis podía afectar a cualquier voluntario bienintencionado.

Ficha de evaluación del Dr. Liszely. RGASPI

Este era el caso del Dr. Kiszely. Sabemos poco de él, pero tenemos alguna información aportada por el Dr. Moisés Broggi, catalán. En el libro anteriormente citado del CEDOBI, este médico escribió “Mis recuerdos durante la estancia en las Brigadas Internacionales”. En breve: fue adscrito en marzo de 1937 al servicio sanitario de las BI, contactó en Albacete con el Dr. Oscar Telge (alias en España del médico búlgaro Tzvetan Kristanov, uno de los organizadores del servicio), quien, muy amable, les indicó que si hallaban alguna carencia o defecto se lo comunicaran para intentar resolverlo por todos los medios. “Ni Telge ni nadie nos habló de política ni nos preguntó nuestras opiniones sobre el conflicto bélico”. Lo cierto es que Broggi sí tenía las suyas, como expresaría un poco después:

En el grupo de la sanidad predominaban actitudes liberales y el convencimien­to de que se actuaba del lado de la razón, que se cumplía una misión humanitaria y también por la atrac­ción de un cierto espíritu de aventura… Cada persona tenía sus propias motivaciones y a mí me pareció interesante conocer los motivos por los que aquellas personas se decidieron a abandonar su tierra, hogar y familia, para lanzarse a una aventura como aquella…

Adscrito a la 35ª división del general Walter, el primer destino de Broggi fue Torrelodones, donde instalaron un hospital que dirigió el Dr. Tudor Hart, inglés. Allí se encontró con médicos y enfermeras de diversas procedencias, entre ellas la británica: Kenneth Loutit, Reggie Saxton, Leonard Cro­me, Archibald Cochrane y Thora Silverstone y otros. También estaban Janos Kiszely, de Hungría, Boulka, de Polonia, Ludwig, de Austria y españoles como los doctores Vinuesa, Jordana y Guardiola. Con estos y otros nuevos médicos que fueron llegando, como el neozelandés Douglas Jolly, el equipo médico de la 35ª división atendió a los numerosos heridos de las batallas del Jarama, Guadalajara, La Granja, Brunete, Belchite, Teruel y el Ebro. Broggi dedica al médico húngaro algunos párrafos:

Un ejemplo de la diversidad de motivos nos lo da Kyszely, aproximadamente de mi edad. Era de una familia acomodada de Budapest y, al acabar los estudios, hizo oposiciones a médico militar, obteniendo el grado de teniente. Como premio, su padre le pagó un viaje a Italia, que él aprovechó visitando varias ciudades y las bellezas de aquel país. De regreso a Hungría, habiendo ya gastado el dinero, le informaron de que en Marsella se reclutaba a gente para ir a España con las Brigadas, a las que se incor­poró de inmediato pensando que ello le permitiría visitar otro país interesante.

La mayor parte del personal que integraba el sector sanitario estaba más motiva­do por tendencias humanitarias que políticas. Fuera del sector sanitario, el conjunto de los brigadistas era también muy hetero­géneo; había de todo. Junto a los idealistas, poetas, periodistas y universitarios, había personas que huían de sus países perseguidos por sus ideas de izquierdas, unos por­que eran liberales, comunistas o simplemente por su naturaleza judía, y otros impul­sados por el simple espíritu de aventura, como era el caso de Kyszely. En definitiva, era un conjunto muy diverso, aglutinado, pero con el ideal común de luchar por una mejora de la sociedad contra el despotismo fascista.

Un día, en el curso de uno de aquellos paseos, Kiszely me mostró un periódico de Praga que decía, con un destacado formato, que John Kiszely, hijo de una conocida familia húngara, se encontraba en España luchando en el bando republicano contra los mili­tares fascistas. “Esto, me dijo Kiszely, significa que no me va ser posible volver a mi país, ya que Hungría es un país gobernado por una dictadura militar, en el que todo el mundo Iee los periódicos checos, y mi situación será considerada como una deser­ción o, peor aún, como una traición al gobierno militar del almirante Horty”.

Efectivamente, tras la exitosa ofensiva franquista de Aragón (abril de 1938), Kiszely manifestó a Broggi su intención de dejar España. No pudo hacerlo hasta finales de aquel año, pero al llegar a Inglaterra tuvo problemas por su nacionalidad húngara. Como recuerda Broggi:

Fue internado en un campo de trabajo como sospechoso hasta que encontró un profesor que lo conocía y que lo avaló. El campo en que fue internado se encontraba en Escocia, en la finca de un hacendado cuya hija tuvo relaciones que acabaron en matrimonio. Se instaló en la isla de Wight donde ejerció como médico.

La batalla de La Granja, fracaso operacional y avances sanitarios

A finales de mayo de 1937 la República lanzó una ofensiva sobre Segovia que dio lugar a la conocida como batalla de La Granja. El equipo médico de la 35ª división, encargada del ataque principal, instaló el hospital de sangre en El Ventorrillo, un hotel situado cerca del puerto de Navacerrada. Escribe Broggi:

Los heridos empezaron a llegar aquella misma mañana. Los sanitarios los reco­gían en el propio campo de batalla con camillas manuales para llevarlos a un rincón más o menos resguardado, donde se encontraba el centro de socorro del batallón y donde les practicaban la primera cura. A cada uno se le rellenaba una tarjeta con el nombre, la unidad, el diagnóstico y lo que le habían hecho. Desde allí, aquellos que se creía que podían ir a la retaguardia eran llevados a unas ambulancias para ir direc­tamente a Madrid, mientras que los que se creía que debían ser operados se dirigían a nuestro hospital. Llegaban en gran cantidad y se juntaban en la gran sala de recepción del hotel, donde Kiszely y Loutit hacían lo que llamábamos la “selec­ción”, por orden de gravedad, distribuyéndolos por los tres quirófanos. Los opera­dos más graves permanecían en el hospital, igual que los fracturados que requerían mecanismos de tracción: los demás eran evacuados hacia la retaguardia, para dejar lugar para los que iban llegando.

Fue un ataque continuado que duró cuatro días, durante los cuales no pudimos cerrar los ojos, como si fuese un campeonato de resistencia quirúrgica. Thora, como buena inglesa que era, nos ofrecía el té siempre a punto en una gran jarra ya prepara­da para que no nos durmiésemos. Después de esos cuatro días la cosa se detuvo en seco; la batalla había terminado.

No creo que el ataque a La Granja fuese muy eficiente para retrasar la caída de Bilbao, pero desde el punto de vista sanitario constituyó una experiencia importante, muy demostrativa de la gran importancia que tiene la situación de un hospital cerca­no al frente. La mejora en los resultados fue espectacular y se manifestó en todos los heridos, pero donde fue más ostensible fue en los abdominales, que de una mortali­dad casi total, pasó a una supervivencia que rozaba el 50 por 100, algo nunca visto hasta entonces. Recuerdo unos casos de heridos torácicos por metralla, con insufi­ciencia respiratoria, cuya vida dependía de minutos y era imposible que sobrevivie­sen a un transporte largo; lo mismo sucedía con los heridos con lesiones vasculares y hemorrágicas que reclamaban un tratamiento perentorio. La importancia básica de la proximidad del hospital a la línea de fuego quedaba plenamente demostrada.

Es preciso consignar algunos hechos destacables como la importancia de la “selec­ción” [triage], porque marcaba un orden de prioridades entre los heridos que iban entrando y establecía una pauta en el reparto de los que tenían que ir al quirófano, o la tarea rea­lizada por Saxton como transfusor de sangre, sangre proporcionada por el Instituto Hispano-Canadiense de Béthune.

Telge nos dijo que en Navacerrada había procurado poner en práctica la idea que le habíamos sugerido tras la batalla de Guadalajara, y que la confirmación del acier­to del proyecto hacía necesario buscar el modo de dar movilidad a este hospital y así poder trasladarlo con rapidez, teniendo en cuenta que la nuestra era una tropa de cho­que y que en cualquier momento podía presentarse la necesidad. En Navacerrada habían tenido tiempo de sobra para escoger el lugar adecuado y preparar los quirófa­nos, las camas y todo lo que requería un hospital, pero era evidente que no siempre sería así y que muchas veces podíamos encontrarnos sin ese tiempo, lo que debíamos tener en cuenta. Había que organizar una especie de caravana formada por camiones y ambulancias que deberían transportar al personal y a todas las cosas del hospital: camas, colchones, material de enfermería y de laboratorio.

En cuanto al quirófano, hicimos la observación de que sería conveniente disponer de un camión especial con todos los objetos y aparatos necesarios, empezando por las estufas de esterilización, la mesa de operaciones y de yesos, una luz y un grupo electrógeno. Además, con­vendría que los instrumentos estuviesen preparados en cajas metálicas debidamente clasificadas para diferentes tipos de intervención (abdomen, extremidades, cráneo, etcétera) repetidas unas cuantas veces; con lo cual, los instrumentos, previamente esterilizados, podrían utilizarse, sin perder tiempo limpiándolos y esterilizándolos después de cada intervención.

Telge, con su entusiasmo habitual, nos aseguró que encargaría a la Renault de París la construcción de unos vehículos que reuniesen las características que le habíamos expuesto, ya que tenía medios suficientes para llevarlo a cabo y, además, contaba con la valiosa colaboración del señor Rouqués, gran diseñador, a quien encar­garía el diseño de estos nuevos vehículos especiales. También nos aseguró que el pri­mero sería para nosotros.

Así es como nacieron, en la Guerra Civil de nuestro país, los primeros hospitales móviles (Auto-Chirs), que representaban un indiscutible progreso en la cirugía de guerra y que fueron el resultado de una insólita colaboración entre unos técnicos, en este caso médi­cos conocedores de la cirugía de urgencia, y unas jerarquías militares, algo difícil de imaginar en un ejército normal.

La batalla de Brunete

Tras los intentos de tomar la iniciativa operativa en Huesca y La Granja, Vicente Rojo, Jefe del Estado Mayor republicano, consideró oportuna la operación de Brunete, que perseguía dos objetivos: frenar la ofensiva franquista en el norte (impidiendo o al menos retrasando la caída de Santander) y alejar del frente madrileño la amenaza permanente de las tropas franquistas sobre la Ciudad Universitaria y el territorio del oeste y sur de Madrid. Como las anteriores operaciones, la de Brunete no tuvo éxito, pero la Sanidad siguió mejorando a partir de las lecciones que se iban acumulando en las duras experiencias habidas. Nuevamente Broggi informa sobre algunos aspectos:

Huelga decir que nosotros no paramos de trabajar duran­te todos aquellos días, ya que la llegada de heridos era continua y no podíamos dejar el puesto desatendido ni un solo instante, ni de noche ni de día. Por suerte, con el equipo de Jolly éramos cuatro y nos lo pudimos arreglar para establecer turnos y des­cansar algunas horas diariamente; de otro modo, no nos hubiera sido posible aguan­tar un trabajo tan intenso y continuado. Con ello seguíamos un ritmo y un método que habíamos aprendido de la experiencia anterior.

Los heridos llegaban del frente en las ambulancias y se esperaban en una gran sala que había en la entrada del edificio, donde se hallaban los que practicaban las transfusiones y otras curas inmediatas y donde se hacía la selección, repartiendo a los heri­dos por los quirófanos según su gravedad. En los quirófanos, las enfermeras disponían de las cajas metálicas correspondientes a los diversos tipos de interven­ciones que se tenían que realizar, junto con todo el material esterilizado que proce­día de los Auto-Chirs que estaban en el patio funcionando continuamente con su labor de esterilización. Así, después de cada intervención, la enfermera sólo tenía que retirar el instrumental usado y sustituirlo por el nuevo, adecuado a las nuevas operaciones, con una pérdida mínima de tiempo y un beneficio en eficiencia y rapi­dez. Aquellos casos que se consideraban menos graves eran evacuados directamen­te a hospitales base de Madrid y los otros quedaban retenidos, los fracturados con los dispositivos de inmovilización apropiados que Timoteo instalaba en las camas con la ayuda de otros enfermeros.

De este modo, durante aquellos días se pudo realizar una labor considerable y con resultados muy buenos. Jolly, justo recién llegado, adoptó también los nuevos méto­dos, que se propagaban espontáneamente dadas las ventajas y evidente superioridad que ofrecían. Jolly alabó mucho la organización sanitaria, especialmente los Auto-Chirs y la situación del «hospital de sangre», que permitía operar a los heridos con la prontitud y eficiencia necesarias. Unos cuantos años después publicó un libro titulado Field Surgery in total war, donde describe con todo detalle la situación de los hospitales móviles. Todos estuvimos de acuerdo con las grandes ventajas que representaba la aplicación en cirugía de guerra de las innovaciones de Bóhler, tanto las técnicas de tracción esquelética como las de aplicación de los enyesados. Las enfermeras también nos acompañaban en aquellos paseos por El Escorial y, entre ellas, Dorothy Rutter destacaba por su personalidad alegre y animada, que hacía que fuese la preferida de los heridos por el consuelo que les proporcionaba su trato. Había llegado con las pri­meras expediciones británicas y aguantó hasta el final. Llevaba el control de los heri­dos hospitalizados, servicio al que también destinamos a Irene [Golding], que había llegado de Estados Unidos al mismo tiempo que Esther.

Fue precisamente Irene Golding la enfermera que cuidó a Gerda Taro cuando llegó con su colapso orgánico al hospital inglés, instalado en el colegio de los Sagrados Corazones de El Escorial. Alfonso del Barrio ha documentado las últimas horas de Gerda en el hospital, alguno de los médicos que la atendieron, su muerte y la recogida del cadáver por parte de Rafael Alberti y Mª Teresa León para llevarlo a la sede de la Alianza de Intelectuales contra el Fascismo (en la calle Marqués de Duero de Madrid, detrás de la Casa de América).

No tenemos más datos que nos permitan situar la foto del Dr. Kiszely y (con probabilidad) de Gerda Taro. Sí podemos conjeturar que estando el médico húngaro especializado en la función del triage, quizá fue el primer médico en atenderla y, posiblemente, en preparar su cadáver para el viaje a Madrid (y después a París, donde descansa en el cementerio del Père Lachaise). Es a esta última labor médica a la que parece corresponder la foto. Nuestro compañero Juan Julián Elola, médico, nos dice: “La foto, por la pose y por el delantal de cuero del médico, más parece la preparación del cadáver que el trato a una enferma urgente con heridas gravísimas. Solo tiene sangre en la nariz, que puede ser sangre acumulada que ha salido al moverla o al quitar el taponamiento que se hace para trasladar un cadáver…”

El Servicio Sanitario de las Brigadas Internacionales. Un ejemplo de solidaridad activa y organización eficiente

En agosto de 1936 empezó a funcionar, según Andreu Castells, el servicio sanitario internacional en el seno del Comité de Coordinación para la Ayuda a la España Republicana. Afluyeron donativos de todo el mundo y diversos médicos organizaron el envío a España de material sanitario y medicamentos.

En octubre de 1936, el doctor francés Pierre Rouquès, puso los cimientos del servicio de sanidad interbrigadista que, al principio, estuvo integrado por seis médicos, de los cuales solo uno tenía experiencia de guerra. Pero, a medida de que el voluntariado aumentaba, crecía el número de médicos, ingresando en el servicio estudiantes, principiantes o auténticas eminencias. El mismo Rouquès organizó, en París, en enero de 1937, la Centrale Sanitaire Internationale, que se encargó de coordinar la ayuda médica internacional con la sanidad republicana.

El jefe de la sanidad de campaña fue el búlgaro Oscar Telge, que tenía como adjunta a Eva de Wiska. En diciembre de 1936 el doctor canadiense Norman Bethune puso en marcha en Madrid el Instituto hispano-canadiense de transfusión de sangre, que salvó numerosas vidas de soldados republicanos.

Estados Unidos aportó una buena parte de la ayuda sanitaria desde fechas tempranas. Numerosos artistas, intelectuales, universitarios y hombres de ciencia crearon en octubre de 1936 el American Medical Bureau to Aid Spanish Democracy, a fin de «proveer ayuda médica, alimentos y vestidos para el heroico y sufrido pueblo español». continuación se formó la American Medical Unit, que mandarí a la España republicana sucesivos equipos de doctores, enfermeras, chóferes, y farmacéuticos. Su impulsor fue el doctor Barsky; con él llegaron 117 doctores y enfermeras americanos.

Barsky instaló en febrero de 1937 un hospital americano en El Romeral (Toledo), para atender a los heridos del frente del Jarama (a 40 km de distancia). Luego (en marzo) creó otros hospitales en Tarancón (pronto bombardeado por la aviación fascista), en Villa Paz y Castillejo (ambos cerca de Saelices) y en Belalcázar (Córdoba). Meses más tarde se crearon otros en Cataluña: Mataró, Vic y S’Agaró.

Pero no fueron los únicos hospitales. En Albacete, Murcia, Valencia y todo el Levante se crearon numerosos hospitales para atender a los heridos de guerra, y también a la población civil, como fue el caso de los hospitales de Onteniente y Alcoy, fundados por la solidaridad de los sindicatos belgas y escandinavos.

A mediados de 1937, la voluntaria austriaca Gusti Jirku resumió el estado del Cuerpo de Sanidad interbrigadista: «220 doctores, 580· enfermeras y 600 camilleros trabajan a su servicio… Actualmente tenemos 23 hospitales, con 5.000 camas, 13 grupos de cirujanos bien equipados, 130 ambulancias, 7 vagones quirúrgicos, 3 grupos de evacuación de heridos, varias ambulancias y una importante existencia de instrumentos quirúrgicos”.

Y, como se ha dicho, hay que señalar que el servicio sanitario internacional estuvo al servicio de todos, no solo de los combatientes, como recordó Mirta Núñez en el libro reseñado del CEDOBI:

El dolor y la sangre, la compasión y la curación, materias primas con las que trabaja el personal sanitario, tenían componentes añadidos durante el conflicto bélico. Las víctimas civiles también intervenían en este universo. El Servicio Sanitario de las Brigadas siempre tuvo el prurito ético de atender las necesidades de la población cercana a los frentes, que también sufrían los bombardeos aéreos y artilleros. Existía una simbiosis entre el Servicio Sanitario Internacional y las autoridades locales de los pueblos cercanos al frente. Los Brigadas abrían las puertas a la población civil y contribuían a su cuidado, con el apoyo de la solidaridad internacional. Se establecían lazos de amistad, más allá de los mandatos de la propaganda. Con ello también se cumplían multitud de propósitos: se enfrentaba la psicología del herido o mutilado y sus dificultades de adaptación a su nueva situación. Este paciente debía sentirse útil, se le daba el protagonismo en la entrega de regalos a los niños y participando en otras actividades artísticas para las que estuviera capacitado. Se organizaba una representación de teatro semanal, proyecciones de cine, excursiones y conciertos.

En definitiva, Gerda Taro, como Julian Bell (muerto en el mismo hospital el 18 de julio), como tantos cientos y miles de voluntarios internacionales heridos y de republicanos heridos o enfermos tuvieron al menos el consuelo y la esperanza de ser atendidos por mujeres y hombres de todo el mundo llenos de humanismo que no dudaron en dejar sus países y sus gentes para echarles una mano.

Poco antes de abandonar Barcelona y partir al exilio en enero de 1939 Antonio Machado escribió: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado».

Desde luego la República ganó en el campo sanitario, aunque no pudo hacerlo en el campo militar gracias a la agresión de las potencias fascistas y a la cobardía de las democracias.

Comisión histórica de la AABI